miércoles

CUENTOS DE LA PATAGONIA




EL VELLONERO

Cuento de Francisco Coloane

I


Cuando el pequeño Manuel Hernández despertó después de una pesadilla en que le pareció andar por un camino polvoriento entre nubes de tierra que le picaban las narices, se encontró en el suelo junto a los camarotes de los peones, sobre los tres clásicos cueros lanudos de oveja que se usan de cama en las estancias, doblados y ajustados con esa maestría campesina que los convierte en un mullido colchón.Sentándose, vio que se hallaba en medio de una pieza grande en la que había seis u ocho hombres durmiendo en literas adosadas a la pared, como en la tercera clase de los barcos de pasajeros.El acre olor a cuero de oveja y el tibio y algodonado del sudor humano, que flotaban con pesadez en el ambiente, le recordaron, patético, el sueño del camino polvoriento cuyos remolinos de tierra atascaban sus narices.Las primeras luces del amanecer le hicieron adquirir más conocimiento del lugar; en las literas destacándose los cuerpos de los hombres cubiertos, la mayor parte, con pieles de guanaco, con el pelaje para adentro, para producir más calor. La carnaza verdoso-amarillenta del cuero, estriada de líneas pálidas donde habían estado los hilos vitales del animal, daba a aquellos cuerpos dormidos una impresión cadavérica. Dibujábase en tal forma la estructura de la huesambre humana, especialmente en los que dormían con las piernas encogidas y las rodillas en alto, que a no mediar el ruido de las respiraciones silbantes o roncas hubiéraseles creído momias reconstruidas en un museo.El niño miró un momento sin pensar, tan extraña era su situación que se sintió como despegado de su cuerpo, mientras sus dos ojos volaban como dos moscas por sobre las cosas. Un impulso de levantarse y echar a correr lo conmovió. Luego, al inquietarse, se dobló en congoja, tuvo deseos de llorar y no pudo, embargándole una angustia de orfandad y desolación.La claridad del día entró de lleno por un tragaluz, y con ella un poco de confianza llegó a su espíritu. Se envolvió en las mantas, acurrucóse y empezó a recordar su viaje a la estancia.




II




En el día sentimos una sensación más primitiva de estar en la tierra… Pero en las noches, especialmente cuando en un cielo brillante distinguimos con claridad los astros, nos damos cuenta de que habitamos sólo una isla perdida en el espacio, pues la tierra se pierde, caminamos con los ojos fijos en la vía láctea, y corazón, alma y cerebro vuelan por el cosmos para bajar de nuevo, hasta caer un día definitivamente bajo las cuatro paladas de tierra.El pequeño Manuel recordó cuando en la pampa infinita, cuya superficie parecía combarse con la redondez de la tierra, surgió de pronto una llamarada grandiosa, y, al rato, una bola de fuego, sanguínea, monstruosa, fue levantándose en el horizonte con gravidez. Los pastizales quietos se cuajaron de oro; una cabeza levantó la cabeza dorada; los alambrados se convirtieron en hilos de luz y las lejanías azules empezaron a palpitar como espejismos.Recordó el recogimiento de su cuerpo en un rincón oscuro del automóvil, asombrado, y cuando luego avanzó la cabeza, levantó una punta de la capota y sus ojos, tímidamente, se anegaron en el espectáculo que por primera vez veía: una salida de luna sobre la Tierra del Fuego. El auto avanzaba sobre la huella dilatada, desde la estancia “Bahía Inútil” hacia la de “San Sebastián”, con un rumor poderoso y estremecido por el tubo del escape libre, e iluminado por la luna parecía una cucaracha extraña sobre la costra del planeta dormido.Después, cuando en una hondonada apareció el bello conjunto de las casas de la estancia, simétricas, trizadas de luz y de sombras, fue para él un oasis de cordialidad en medio del paisaje hermoso pero estático, frío e igual.El cocinero salió a abrirles y los llevó a la cocina, donde comieron las tradicionales chuletas, pan y café caliente.- Ese muchacho que me ha pagado sólo medio pasaje. Viene de vellonero a la estancia -dijo el chofer refiriéndose a Manuel, que comía ávidamente su pan.¡Ah, si supieran su treta! ¡El corazón le saltaba de angustia y creía ver en todos los ojos una mirada de desconfianza, como si ellos supieran que era un mentiroso!Los latigazos de la arpía de su tía y las patadas del hombrote de su marido habían marcado ronchas en el espíritu del niño, morenos en su corazón tembloroso de adolescente, y así, en cada adulto, mujer u hombre, sus doce años atormentados le hacían ver un verdugo y una azotadora.Qué alivio cuando desapareció el cocinero con su cara de rata molinera, y el mozo coloradote, que habíase levantado para probar el pisco que convidaba el chofer! Éste lo llevó a la casa de los peones. Él mismo le acondicionó los cueros contra el suelo y le arregló las mantas.




III




Después de despachar al último peón, el capataz de la estancia, un gringo espigado con cara de borracho, con la cachimba entre los dientes y las manos a medio entrar en el pantalón de montar, quedóse mirando distraído las vegas lejanas.Manuel se hallaba a tres metros de su lado. Se encontraba bajo esos característicos cobertizos donde se guardan los tractores y otras maquinarias de la estancia. Hubiera querido interrumpirle con un “¡Señor…!”, pero qué frialdad emanaba del acero del tractor y de la ventisca que remolineaba bajo el cobertizo revolviendo unas virutillas hostiles. ¡Y aquel hombre silencioso, torvo, más horrible que la arpía de la tía y el hombrote de su marido!De pronto, el capataz se dio vuelta, levantó el ceño y preguntó intrigado al niño:- ¿Y tú…?- Vine a buscar trabajo de vellonero.- No hay trabajo de vellonero; están todos los puestos ocupados.- No tengo dónde ir.- Que te lleve el que te trajo.- No tengo más dinero.- ¿Tienes libreta de seguro obrero?- No me la quisieron dar en la oficina de Magallanes.- ¿Por qué?- Porque tenía que llevar una papeleta firmada por mi patrón… y como todavía no tengo patrón no pude hacerlo.- ¿Te mandaron tus padres?-No tengo padres; me mandaron mis tíos. Supieron que muchos niños de las escuelas, a mi edad, salían en las vacaciones a trabajar de velloneros a las estancias y que ganaban trescientos treinta pesos mensuales.El capataz lanzó una gruesa interjección en inglés y continuó:- Ustedes ya vienen siendo una peste como los caranchos en las estancias. Cruzan los alambrados en manadas como los “chiporros” cuando pierden la madre en tiempo de marca, tiritando de frío, hambrientos y balando en las tardes. Y lo peor, que dan lástima. No se les puede echar a la huella como a los hombres; son tan débiles. ¿A dónde te voy a echar a ti? ¡Y si te doy trabajo sin libreta, las leyes multan a la sociedad y ésta me larga a mí también! Dime: ¿Qué hago contigo?El muchacho agachó la cabeza entristecido, pero hipócritamente, pues su pequeño corazón ya saltaba alegre y su instinto le decía que ese hombre, rudo por fuera, era bueno por dentro y que le ayudaría. ¡Bueno, anda a “tumbear” entre tanto a las casas! -dijo el capataz, mientras volvía a ensimismarse en las vegas lejanas.




IV




El galpón de esquila vibraba con un ruido ensordecedor. El ¡oh!, ¡oh! De los corraleros y breteros se mezclaba con el ladrido de los perros, el bochinche de los tarros con piedras de los encerradores y el estridente silbido de los ovejeros.Como una mar gris de lenta corriente, el ganado entraba jadeante por una manga al corral más amplio del galpón, luego a los más pequeños, finalmente a los bretes, de donde eran sacadas las ovejas por los agarradores y llevadas a mano del esquilador. Éstos, sudorosos, sentaban el animal entre sus piernas y hacían resbalar la máquina esquiladora desde el cogote hasta el cuarto trasero, levantando el espumoso vellón. Después largaban al animal trasquilado, blanco y huesudo, por un portalón que daba a otros corrales desde donde serían reintegrados a sus campos.Allá en el fondo de un ala del galpón, cuando cesaba el infernal ruido de la aprensadora, se oía, monótona, la voz del clasificador de la lana de las fábricas británicas, el cual en un inglés cerrado iba repitiendo, a medida que unos muchachos le presentaban sobre la mesa los vellones: Quarter!, tree quarter!, a half!Los velloneros parecían ardillas corriendo desde las guías esquiladoras hasta el mesón de clasificación. El galpón jadeaba como un monstruo; mientras por un extremo entraba una cinta grisácea de ganado, por el otro salía blanca, plateada, después de una extraña elaboración en su vientre gigantesco.Era vísperas de Año Nuevo, la esquila llegaba a su fin; se detendría sólo para festejar la entrada del nuevo año y luego continuaría hasta terminar la faena, que dura más o menos un mes.De uno a otro extremo los velloneros, peones, esquiladores, aprensadores, embretadores, fueron reuniéndose en grupos.- ¡Subiadre, Katunaric, Véliz, Díaz, Vidal! -se llamaban los velloneros. El mes de trabajo los había cambiado; ya no se gritaban los nombres sino los apellidos, como corresponde a verdaderos “hombres de campo”.- ¡Qué programa tienen para mañana, “gauchitos”! -exclamó uno de los muchachos.Lo mismo se decían allá en otros rincones del galpón los hombres. Unos irían a chupar ginebra y whisky al boliche del “Tuerto Santiago”, al otro lado de la frontera, a una cuarta de Chile; algunos a los puestos lejanos a visitar a los amigos, y otros, los más, se quedaron tumbados en sus camarotes dando vueltas a su aburrimiento.




V




Un grito como de guanaco herido estalló en la huella, traspasó los turbales y fue a perderse allá en el páramo.Manuel Hernández detuvo su cabalgadura. El niño volvía del boliche del “Tuerto Santiago”. Un caballo y una montura prestados; insistentes invitaciones; un “aprende a ser hombre”, y ya el whisky había quemado por primera vez sus entrañas y su alma adolescentes.Nuevamente el grito vibró sobre los pastales bajo el cielo de plomo. Ahora supo de dónde venía; de atrás, de la huella. Era el “Guachero”. Venía dándole alcance a todo el correr de su caballo y lanzando esos gritos muy suyos, resabio de algún antepasado que trotó por esas mismas pampas corriendo a los “chulengos” o a los onas.- ¿Por qué te arrancaste, Mañuco, si estaba tan buena la fiesta? -gritó al sentar de una tirada a su zaino nervudo, junto a la cabalgadura del niño, a quien trató de dar un abrazo que éste esquivó con una agachada de cabeza.- ¡Cuidado, “Guachero”; vamos juntos para la estancia, pero no me abraces; estás borracho y puedes botarme del caballo!- ¡Y para qué “tenís” piernas entonces, “chulengo”! - exclamó con voz aguardentosa el “Guachero”, y pasando el brazo derecho por la cintura del niño, trató de arrancarlo de la montura, como hacen los jinetes ebrios por la huella, bromeando, mientras se pulsean las fuerzas y la embriaguez por si sobreviene la contienda.El muchacho se agarró del cojinillo que cubría los bastos, tomó el rebenque por la lonja con la cabeza en alto, iba a descargar el golpe cuando el asaltante lo soltó.- ¡No seas bravo, vamos como buenos amigos! -continuó apaciguando el “Guachero”.Ahora marchaban al tranco. El niño nunca supo por qué le llamaban “Guachero”, término campero que venía de “aguachar”, domesticar animales, aquerenciar, criar guachos. Era un mestizo bastante repulsivo, chato, ñato y con un cuerpo de rana, vigoroso. Sus compañeros de trabajo no lo estimaban. Uno de ellos le había dicho un día al niño Hernández. “Guarda, cuidado con ése; cuando se emborrachaba en la noche se arrastra por los camarotes como una babosa inmunda; lo han dejado medio muerto a patadas y no escarmienta!” Tampoco Manuel entendió claramente esto. Recordó sólo que su cara de cascote le había sonreído una vez con expresión estúpida y que su única gracia era imitar el relincho de los guanacos.Por la imaginación del muchacho pasaron con rapidez los dramas de las huellas patagónicas, leídos junto a la estufa en las informaciones de El Magallanes. Aquel compañero de huella que degolló al otro en la soledad de la pampa para quitarle el “tirador” con el dinero de una faena. Otros muertos a cachazos de rebenque por unos cuantos cueros de “chulengos”. Pero él no tenía dinero ni cueros y no comprendía la agresividad del “Guachero”.Éste, de pronto, empezó a mirarlo de hito en hito, con ojos de perro apaleado, sedosos y vengativos. La cara color de teja se iluminaba de vez en cuando, se volvía siniestro el brillo de los ojos y resbalaban hacia el campo y las “matas negras”, que parecían guardar la complicidad de estas miradas. Algo extraño se ocultaba en los pastizales de “coirón”. Del gris del día,, grávido, de la pampa tendida, surgían un anhelo y una angustia primitivos. En el corazón del niño, a huir, y en las sombras del mestizo se convertían en reflejos malsanos, en bestialidad y crimen.De súbito, el niño largó riendas, pegó un fuerte rebencazo y su caballo saltó disparado en loca carrera. Tomó una delantera de diez metros mientras el “Guachero” se lanzaba a la carrera también.Los pingos recalentados, corrieron desbocados. El muchacho llevaba las ventajas de la partida y del menor peso; pero el zaino del “Guachero” era superior y empezó a acortar la distancia.Lastres atávicos revivieron en el alma del mestizo; desde cuando el patagón, montado en pelo y con arco y flecha en una mano, atravesaba las tolderías para raptar doncellas.El perseguidor emparejó al otro animal, y de un tirón, hacia atrás, arrancó de la montura a su presa y, desviando el corcel de la huella, cortó pampa adentro.Con una torcida brutal atravesó el débil cuerpo del niño sobre su montura; éste se debatía furiosamente, entablándose una dura lucha en plena carrera.El niño sintió un bofetón más fuerte que los otros y gritó: “¡No me mates!” Con una mano, desesperadamente, alcanzó a tomar por el pelo al mestizo y lo inclinó hacia un lado; pero luego sintió que un brazo de hierro le doblaba la espalda. Oyó más cerca las resolladas de su victimario, sintió la humedad sudorosa de su rostro asqueroso y…, en un instante, dos ojos negros, fríos y opacos, como algunos sapos de los pantanos, se clavaron en los suyos. Fue un instante supremo. Tembló la carne que presiente el helado filo del cuchillo; pero, en un arrebato, su cuerpo se azotó en forma increíble. Ambos se desprendieron del caballo y cayeron…El niño se levantó del suelo medio atontado y vio que a la distancia corría el zaino desbocado, arrastrando al “Guachero” prendido del estribo.Al otro día encontraron el caballo en medio de un pantano con su macabra carga al lado. El cadáver estaba completamente destrozado, y la pampa, como siempre, infinita y silenciosa.Cuando la campana del liceo llamó a los cursos para la primera formación del año, allá en un rincón del patio, un muchacho cabizbajo que estaba sentado sobre su bolsón de libros, como un viajero abandonado por su barco con un equipaje inútil ya, fue interrumpido por el grito dichoso de un compañero:- ¡He…, “vellonero”, vamos a clase!

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EL CHILOTE OTEY

Cuento de Francisco Coloane


Alrededor de novecientos hombres se reunieron a deliberar en la Meseta de la Turba; eran los que quedaban en pie, de los cinco mil que tomaron parte en el levantamiento obrero del territorio de Santa Cruz, en la Patagonia.Dejaron ocultos sus caballos en una depresión del faldeo y se encaminaron hacia el centro de la altiplanicie, que se elevaba como una isla solitaria en medio de un mar estático, llano y gris. La altura de sus cantiles, de unos trescientos metros, permitía dominar toda la dilatada pampa de su derredor, y, sobre todo, las casas de la estancia, una bandada de techos rojos, posada a unos cinco kilómetros de distancia hacia el sur. En cambio, ningún ojo humano habría podido descubrir la reunión de los novecientos hombres sobre aquella superficie cubierta de extensos turbales matizados con pequeños claros de pasto coirón. En lontananza, por el oeste, sólo se divisaban las lejanas cordilleras azules de los Andes Patagónicos, único accidente que interrumpía los horizontes de aquella inmensidad.Los novecientos hombres avanzaron hasta el centro del turbal y se sentaron sobre los mogotes formando una gruesa rueda humana, casi totalmente mimetizada con el oscuro color de la turba. En el centro quedó un breve claro de pampa, donde se movían los penachos del pasto con reflejos de acero verde.-¿Estamos todos? -dijo uno.-¡Todos!... -respondieron varios, mirándose como si se reconocieran.Muchos habían luchado juntos contra las tropas del Diez de Caballería, que comandaba el teniente coronel Varela; pero otros se veían por primera vez, ya que eran los restos de las matanzas del Río del Perro, Cañadón Once y otras acciones libradas en las riberas del lago Argentino.Este lago, enclavado en un portezuelo del lomo andino, da origen al río Santa Cruz, que atraviesa la ancha estepa patagónica hasta desembocar en el Atlántico. En época remota, un estrecho de mar, tal como el de Magallanes hoy día más al sur, unió por esta parte el océano Pacífico con el Atlántico, burilando en su lecho los gigantescos cañadones y mesetas que desde el curso del río ascienden, como colosales escalones paralelos, hasta la alta pampa. Por estos cañadones de la margen sur, un amansador de potros, cabecilla de la revuelta, apodado Facón Grande por el cuchillo que siempre llevaba a la cintura, obtuvo éxito con tácticas guerrilleras, tratando de dividir los tres escuadrones que componían el Diez de Caballería. Usando más sus boleadoras, lazos y facones que las precarias armas de fuego de que disponían, mantuvieron a raya en sus comienzos a las fuerzas del coronel Varela. El río mismo, cuyo caudal impide su paso a nado, sirvió para que Facón Grande y sus troperos, campañistas y amansadores de potros, se salvaran muchas veces de las tropas profesionales vadeándolos por pasos sólo por los indios tehuelches y ellos conocidos.-¡Parece que nos va a llover! -exclamó un amansador alto y espigado.Los que estaban sentados a su alrededor alzaron la vista hacia un cielo revuelto y la fijaron en un nubarrón más denso que venía abriéndose paso entre los otros como un gran toro negro.-¡Ese chubasco no alcanza hasta aquí! -dijo un hombrecito de cara azulada por el frío y de ojos claros y aguados, arrebujándose en su poncho de loneta blanca.El amansador de potros dio vuelta su angulosa cara morena, sonriendo burlonamente al ver al hombrecito que hablaba con tanta seguridad del destino de una nube.-¡Que no nos va a alcanzar..., luego veremos! -le replicó.-¡Le apuesto a que no llega! -insistió el otro. -¿Cuanto quiere apostar?-¡Aquí tengo cuarenta nacionales! -respondió el del poncho blanco, sacando unos billetes de su tirador y depositándolos sobre el pasto, bajo la cacha de su rebenque.El amansador, a su vez, sacó los suyos y los depositó junto a los otros.En ese momento un hombre de mediana estatura, ágil y vigoroso, de unos cuarenta años, se levantó del ruedo y avanzó hasta el breve claro de pampa. Iba vestido con el característico apero de los campañistas: espuelas, botas de potro, pantalón doblado sobre la caña corta, blusón de cuero, pañuelo al cuello, gorro de piel de guanaco con orejeras para el viento, y atrás, en la cintura, el largo facón con vaina y cacha de plata.Facón Grande puso las manos en los bolsillos del pantalón y las levantó empuñadas adentro, como si se apoyara en algo invisible. Se empinó un poco, levantando los talones, y adquirió más estatura con un leve balanceo; el gesto, ceñudo, miraba fijamente hacia el suelo; una ráfaga pasó con más fuerza por sobre la meseta y los penachos del coirón devolvieron la mirada con su reflejo acerado. Los novecientos hombres permanecieron a la expectativa, tan quietos y oscuros como si fueran otros mogotes, un poco más sobresalidos, del turbal. De pronto todos se movieron de una vez y el círculo se estrechó un poco más en torno de su eje.-Bien -dijo aquel hombre, dejando su balanceo y soldándose definitivamente a la tierra-; la situación todos la conocemos y no hay más que agregar sobre ella. Esta misma noche o a más tardar mañana el Diez de Caballería estará en las casas de la última estancia que queda en nuestras manos. El traidor de Mata Negra ya les habrá dicho cuál es el único paso que nos queda por la cordillera del Payne para ganar la frontera. Ellos traen caballos de refresco, se los habrán dado los estancieros; en cambio, los nuestros están ya casi cortados y no nos aguantarán mucho más... Nos rodearán, y caeremos todos, como chulengos. No queda otra que hacerles frente desde el galpón de la esquila de la estancia, para que el resto de nosotros pueda ponerse a salvo por la cordillera del Payne.El círculo se removió algo confundido al escuchar la palabra "nosotros"... ¿Quiénes eran esos "nosotros"? ¿Acaso Facón Grande, uno de los cabecillas que habían iniciado la revuelta en el río Santa Cruz, también se incluía entre los que debían escapar por el Payne, mientras otros disparaban hasta su último cartucho en el galpón de esquila?Un murmullo atravesó como otra helada ráfaga por el oscuro ruedo de hombres.-¡Que se rifen los que quedan! -dijo alguien.-¡No, eso no!... -exclamó otro.-¡Tienen que ser por voluntad propia! -profirieron varios.-¿Quienes son esos "nosotros"?... -inquirió uno con frío sarcasmo.Facón Grande volvió a empinarse, tomando altura; se inclinó cual si fuera a dar un tranco contra un viento fuerte, y levantó los brazos calmando el aire o como si fuera a asir las riendas de un caballo invisible. La murmurante rueda humana se acalló.- ¡Nosotros, los que empezamos esto, tenemos que terminarlo! -dijo con una voz más opaca, como si le hubiera brotado de entre los pies, de entre los mogotes de la turba. Empinándose de nuevo, dirigió la vista por encima de los que estaban sentados en primer plano, y agregó, con un acento más claro-: ¿Cuántos quedamos de los que éramos del otro lado del río Santa Cruz?Unas cuarenta manos levantadas en el aire, por sobre las novecientas cabezas, fue la respuesta. El mismo Facón Grande levantó la suya, con las invisibles riendas en alto, ahora tomadas como si fuera a poner pie en el estribo de su imaginaria cabalgadura.-¿Qué les parece? -dijo el hombrecito de poncho de lona blanca, codeando al amansador de potros, que se sentaba a su lado y quien había sido uno de los primeros en responder con la mano en alto.-No quedaba otra..., está bien lo que ha hecho Facón.-No...; yo le preguntaba por lo de la nube -dijo, haciendo un gesto hacia el cielo.-¡Ah!... -profirió el amansador, levantando también la cara con una helada mueca de sorpresa.Ambos divisaron que el toro negro empezaba a deshacerse, descargándose como una regadera sobre la llanura, a la distancia. El aguacero avanzaba con sus cendales de flechecillas espejeantes; pero al aproximarse a los lindes de la meseta desapareció totalmente, quedando del oscuro nubarrón sólo un claro entre las nubes, por donde pasó un lampo que lamió luminosamente a la llovida pampa.-¡Da gusto ver llover cuando uno no se moja! -dijo el amansador con sorna.-¡Sí, da gusto! -replicó el del poncho blanco, y se agachó a recoger el dinero ganado en la apuesta.Los hombres empezaron a esparcirse por entre el turbal hacia el faldeo en donde habían dejado ocultos sus caballos. El viento del oeste sopló con más fiereza por el claro que había dejado el nubarrón, y aquel páramo, desnudado, adquirió bajo el cielo una expresión más desolada.No hubo ninguna clase de despedidas. Los que partieron hacia la cordillera del Payne lo hicieron cabizbajos, más apesadumbrados que alegres de avanzar hacia las serranías azules donde estaba su salvación. Los cuarenta troperos de Facón Grande, también sombríos, se dirigieron inmediatamente hacia el cumplimiento de su misión.De pronto, desde la multitud en éxodo hacia el Payne se desprendió un jinete que a galope tendido avanzó en pos de la retaguardia de los troperos. Todos, de una y otra parte, se dieron vuelta a mirar aquel poncho de lona blanca que flameaba al viento, como si fuera una última mirada de despedida.-¿Otra apuesta? -díjole burlonamente el amansador, cuando lo vió llegar a su lado.-Es... que... -repuso el del poncho, dubitativamente.-¿Qué?...-Yo le llevo su plata, y usted... se queda guardándome las espaldas...-¡A usted le va a hacer más falta! -replicó el amansador, fastidiado.-¡Chilote tenía que ser!... -profirió rudamente por lo bajo otro de los troperos.El rostro de ojos claros y aguados se encogió parpadeando, como si hubiera recibido un violento latigazo.-¡Aquí está su plata! -respondió con voz ronca, y agregó-: ¡Yo no la necesito tampoco!-¡El juego es juego, amigo, llévesela y parta pronto! -exclamó otro.-¿Qué le pasa a ese hombre? -dijo Facón Grande, sofrenando su caballo.-Es una plata de juego -le explicó el amansador-. Apostamos a una nube y él ganó. Ahora parece que quiere devolvérmela como si me fuera a hacer falta..., ¿habráse visto?-Yo no he vuelto por la plata -manifestó el aludido, dirigiéndose al cabecilla-. Lo de la plata salió sin querer entre mis palabras... Pero yo he venido hasta aquí porque quiero también pelear con los del Diez de Caballería.Los que escuchaban el diálogo haciéndose los distraídos, se dieron vuelta de súbito a mirarlo.-Pero usted no es del otro lado del río Santa Cruz -le dijo Facón.-No; era lechero en la estancia Primavera cuando empezó la revuelta. Después me metí en ella y aquí estoy; quiero pelearla hasta el final, si ustedes me lo permiten.-¿Qué les parece? -consultó el cabecilla a los troperos. -Si es su gusto..., que se quede -contestaron varias voces con gravedad.Antes de perderse en la distancia, muchos de los que marchaban camino del Payne se dieron vuelta una vez más para mirar: el poncho blanco cerraba la retaguardia de los troperos, flameando al viento como un gran pañuelo de adiós.Al caer la noche, los troperos se hallaban ya atrincherados en el galpón de esquila de la estancia. Acomodaron gruesos fardos de lana en los bretes de entrada y de salida, a fin de que por entre los intersticios dejados pudieran apuntar sus armas hacia un amplio campo de tiro. En cambio, desde afuera, se hacía poco menos que imposible meter una bala entre los claros de aquellas imbatibles trincheras de apretada lana. Centinelas permitieron que todos descansaran un poco mientras la noche avanzaba.-¡De puro cantor se ha metido en esto! -dijo el amansador de potros al hombre del poncho blanco cuando acomodaban unos cueros de ovejas para recostarse junto a sus trincheras comunes.-¡Ya estoy metido en la cueca y tengo que bailarla bien! -replicó.-A lo mejor le picó aquello de "chilote tenía que ser"...-Sí, me picó eso; pero yo venía decidido a que me dejaran con ustedes... ¡Quería pelearla también! ¿Por qué no? Y a propósito, dígame, ¿por qué miran tan a menos a los chilotes por estos lados? ¿Nada más que porque han nacido en las islas de Chiloé? ¿Qué tiene eso?-No, no es por eso; es que son bastante apatronados... y se vuelven matreros cuando hay que decidirse por las huelgas, aunque después son los primeros en estirar la poruña para recibir lo que se ha ganado... A mí también me dolió un poco eso de "chilote tenía que ser", porque yo nací en Chiloé.-¿Ah..., sí? ¿En qué parte?-En Tenaún..., me llamo Gabriel Rivera.-Yo soy de la isla de Lemuy..., Bernardo Otey, para servirle.-¿Y siendo lemuyano, cómo se metió tan tierra adentro? ¡Cuando los de Lemuy son no más que loberos y nutrieros!-Ya no van quedando lobos ni nutrias... Los gringos las están acabando. Aunque uno se arriesgue a este lado del golfo de Penas, ya no sale a cuenta, y la mujer y los chicos tienen que comer... Por eso uno se larga por estos lados.-¿Cuántos chicos tiene?-Cuatro, dos hombres y dos mujercitas... Por ellos uno no se mete de un tirón en las huelgas... ¿Qué dirían si me vieran volver con las manos vacías? ¡A veces se debe hasta la plata del barco, que se le ha pedido prestada a un pariente o a un vecino! Y uno no puede andarle contando todo esto al mundo entero... Por esos seremos un poco matreros para las huelgas... ¿A usted no le pasa lo mismo? ¿No tiene familia allá en Tenaún?-No; no tengo familia. Me vine de muchacho a la Patagonia. Me trajo un tío mío que era esquilador. Murió al tiempo después y me quedé solo aquí... Siempre que me acuerdo de él, pienso cómo me embolinó la cabeza con su Patagonia -continuó el amansador, cruzando sus manos por debajo de la nuca, y agregando con voz nostálgica-: Tocaba la guitarra y cantaba tristes y corridos de por estos lados... Me acuerdo la vez que me dijo: "Allá en la Patagonia se pasa muy bien..., se come asado de cordero todos los días..., y se montan caballos tan grandes como los cerros..." "¿Dónde está la Patagonia?", le pregunté un día. "¡Allá está la Patagonia!", me respondió, estirando el brazo hacia un lado del cielo, donde se divisaba una franja muy celeste y sonrosada. Desde ese día la Patagonia para mí fue eso, y no me despegué más de sus talones hasta que me trajo. Una vez aquí, ¡qué diablos!..., ¡los caballos no eran tan grandes como los cerros y el pedazo del cielo ese siempre estaba corrido por el mismo lado y más lejos!..."Trabajé de vellonero -continuó el amansador-, de peón y recorredor de campo. Después, por el gusto a los caballos, me hice amansador. He ganado buena plata domando potros, soy bastante libre, pero... fuera de las ñatas que uno baja a ver de vez en cuando a Río Gallegos o Santa Cruz, no se sabe lo que es una mujer para uno, ni lo que sería un hijo... ¿De qué vale la plata entonces, si uno no ha de vivir como Dios manda? El corazón se le vuelve a uno como esos champones de turba: lleno de raíces, pero tan retorcidas y negras que no son capaces de dar una sola hebra de pasto verde... Por eso será que uno no le tiene mucho apego a esta vida tampoco, y se hace el propósito como si no valiera nada... Le da lo mismo terminar debajo del lomo de un arisco o en una huifa como esta en que nos hallamos metidos...En cambio, usted debiera agarrar su caballo y espiantar para el Payne..., lo esperarán allá en Lemuy una mujer y unos niños.-¡Ya no, ya!... ¿Quiere que le diga una cosa? ¡Me dió vergüenza que nadie se hubiera quedado de los que cortaron para el Payne!-Muchos quisieron quedarse, pero Facón los convenció de que debían marcharse. Cuantos menos caigamos es mejor, les dijo, y yo le encuentro razón... ¡Ah..., cómo se la habríamos ganado con Diez de Caballería y todo si no es por ese krumiro de Mata Negra!-¿Por qué habrá empezado todo esto? -¡Hem..., quién lo sabe! La mecha se encendió en el hotel de Huaraique, cerca del río Pelque... La tropa atacó a mansalva y asesinó a todos los compañeros que allí estaban... Entonces nos bajó pica, y con Facón Grande nos echamos a pelear todos los que éramos de campo afuera, campañistas, amansadores, troperos y algunos ovejeros que eran buenos para el caballo... Se la estábamos ganando cuando sucedió la traición del Mata Negra, hijo de..., ése; se dio vuelta y se puso al servicio de los estancieros.-Más o menos todo es sabido -dijo Otey, con voz apagada entre las sombras-; pero yo me pregunto por qué diablos no se arreglan las cosas antes de que empiecen los tiroteos, porque después no las arregla nadie.-¿Qué sé yo!... Bueno, unos dicen que es la crisis que ha traído la Gran Guerra... Parece que los estancieros ganaron mucha plata con la guerra, pero la despilfarraron, y ahora que vino la mala nos hacen pagarla a nosotros... Y todo fue por el pliego de peticiones..., pedíamos cien pesos al mes para los peones y ciento veinte para los ovejeros... Ni siquiera yo iba en la parada, porque la doma de potros se hace a trato... También se pedían velas y yerba mate para los puesteros, colchonetas en vez de cueros de oveja en los camarotes, y que se nos permitiera más de un caballo en la tropilla particular... Pero parece que había otras cosas todavía... En el Coyle, compañeros con varios años de sueldo impago y que habían mandado a guardar el dinero de sus guanaqueos fueron fusilados y esa plata se la embuchó el administrador. A otros les pagaron con cheques sin fondo y se quedaron dando vueltas en las ciudades. El coronel Varela se dio cuenta de todo esto y primero estuvo de nuestra parte; pero los potentados reclamaron a su gobierno, en los diarios le sacaron pica al coronel diciéndole que era un incapaz y hasta cobarde. Entonces el hombre tuvo rabia y pidió carta blanca para sofocar el movimiento; se la dieron, regresó a la Patagonia y empezó la tostadera -dijo el amansador de potros dando término a su versión de la huelga.Con las primeras luces del alba se repartió un poco de charqui, y, por turnos, se dirigieron a la casa de máquinas, en el fogón de cuya caldera algunos habían hervido agua para el mate. Arriba, en el altillo de la prensa enfardadora de lana, oteando los horizontes, un tropero modulaba a media voz una lejana vidalita:Más de un año ausente, vidalitá...estuve de esta tierra.Hoy al encontrarte, vidalitá...ya me has despreciado.Y eso es lo que llamo, vidalitá...ser un desgraciado.La tonada fue interrumpida de pronto por una voz de alarma que desde otro lugar del techo anunció la entrada de las tropas del Diez de Caballería por la huella que conducía a las casas de la estancia. Todos corrieron a sus puestos, mientras dos escuadrones de caballería, de más o menos cien hombres cada uno, desmontan a la distancia, tomando posiciones en línea de tiradores. No bien entrada la mañana, se dejaron oír los primeros disparos de una y otra parte. Una ametralladora empezó a tartamudear sus ráfagas, destrozando los vidrios de las ventanas, y las tropas empezaron a cercar desde el campo abierto al galpón de esquila. Con un disparo aislado uno de los troperos volteó visiblemente al primer soldado de caballería; mientras rastrillaba su carabina para dispararle a otro, profirió en voz alta la conocida versaina con que se tiran las cartas en el juego de naipes llamado "truco":Viniendo de los corralescon el ñato Salvador,¡ay, hijo de la gran siete,ahí va otro gajo de mi flor!El duelo prosiguió sin mayores alternativas durante toda aquella mañana, entre ráfagas de ametralladora, fuego de fusilería y grandes ratos de silencio muy tenso. Habían caído ya varios soldados, sin que una sola bala hubiera logrado meterse por entre los sutiles intersticios de los gruesos fardos de lana, tras los cuales los troperos estaban atrincherados después de haber cerrado las grandes puertas del galpón de esquila, enorme edificio de madera y zinc, construido en forma de T, y sólo circundado por corrales de aguante, mangas y secaderos para el baño de las ovejas, todo hecho de postes y tablones.Pronto ambos bandos se dieron cuenta de que eran difíciles de diezmar. Los unos, dentro del galpón, bien atrincherados tras los fardos; y los otros, soldados profesionales, avanzando lenta pero inexorablemente en línea de tiradores, con la experiencia técnica del aprovechamiento del terreno. El objetivo de éstos era alcanzar los corrales de madera para resguardarse mejor en su avance. Pero los de adentro conocían bien la intención y la hacían pagar muy cara cada vez que alguien se aventuraba a correr desde el campo abierto para ganar ese amparo. Fatalmente caía volteado de un balazo, y su audacia sólo servía de seria advertencia para los otros.Facón Grande había dado la orden de no disparar sino cuando se tenía completamente asegurado el blanco, con el objeto de ahorrar balas, causar el mayor número de bajas y demorar al máximo la resistencia, a fin de que los fugitivos tuvieran tiempo de alcanzar hasta los faldeos cordilleranos del Payne, donde se encontrarían totalmente a salvo.Otra noche se dejó caer con su propio fardo de sombras, interponiéndolo entre los dos bandos. Ambos la aprovecharon cautelosamente para darse algún respiro, y con la madrugada reanudaron su porfiado duelo. En este segundo día ocurrió algo insólito: uno de los soldados, enloquecido posiblemente por la tensión nerviosa del prolongado duelo, se lanzó solo al asalto con bayoneta calada. Los del galpón no lo voltearon de un tiro, sino que abrieron curiosamente las grandes puertas y lo dejaron entrar; luego lanzaron el cadáver por una ventana para que nadie quisiera hacer lo mismo. Pero la táctica empleada dio al coronel Varela un indicio: que las balas de los sitiados estaban escasas, si no se habían agotado ya. Era lo que él había previsto y esperaba ansiosamente dar la orden del ataque que pusiera término a ese porfiado duelo, en que había caído ya cerca de un tercio de sus escuadrones.El toque de una corneta se dejó oír como un estridente relincho, dando la señal de que había llegado esa hora. Las ametralladoras lanzaron sus ráfagas protegiendo el avance final. Los de adentro ya no tenían una sola bala y no tuvieron más armas que sus facones y cuchillos descueradores para hacer frente a esa última refriega. En heroica lucha cuerpo a cuerpo, la muerte de Facón Grande, el cabecilla, puso término al prolongado combate cuando todavía quedaban más de veinte troperos vivos, pues muy pocos habían caído con los tiroteos y la mayoría había perecido sólo en la refriega final.Esa misma tarde fue fusilado el resto sobre el cemento del secadero del baño para ovejas. Los sacaron en grupos de a cinco, y el propio Varela ordenó no emplear más de una bala para cada uno de los prisioneros, pues también sus municiones estaban casi agotadas. Gabriel Rivera, el amansador de potros, y Bernardo Otey, con otros tres troperos, fueron los últimos en ser conducidos al frente del pelotón de fusilamiento.Promediaba la tarde, pero un cielo encapotado y bajo había convertido el día en una madrugada interminable, cenicienta y fría. Al avanzar hacia la losa del secadero, vieron el montón de cadáveres de sus compañeros ya dispuestos para recibir la rociada de kerosene para quemarlos, la mejor tumba que había prescrito Varela para sus víctimas, cuando no las dejaba para solaz de zorros y buitres. Entre aquellos cuerpos se destacaba el de Facón Grande, que el coronel había hecho colocar encima para verlo por sus propios ojos, pues había sido el único cabecilla que, si no interviene la traición de Mata Negra, hubiera dado cuenta de él y de todo su regimiento.Un frío intenso anunciaba nevazón. Cuando los cinco últimos fueron colocados frente al pelotón de fusileros que debían acertar una bala en cada uno de esos pechos, el sargento que los comandaba se acercó y comenzó a prender con alfileres, en el lugar del corazón, un disco de cartón blanco para que los soldados pudieran fijar sus puntos de mira. Una vez que lo hizo, se apartó a un lado y desde un lugar equidistante desenvainó su curvo sable y lo colocó horizontal a la altura de su cabeza. Iba a bajar la espada dando la señal de "¡fuego!", cuando Bernardo Otey dio una manotada sobre su corazón, arrancó el disco blanco y arrojándoselo por los ojos a los fusileros les gritó:-¡Aprendan a disparar, mierdas!La tropa tuvo una reacción confusa. Pero, en seguida, enderezaron las cinco bocas de sus fusiles hacia un solo cuerpo, el de Bernardo Otey, que cayó doblándose segado por las cinco balas que replicaron como una sola a su postrera imprecación. Pero en aquel mismo instante, aprovechando la reacción de los fusileros, los otros cuatro hombres dieron un brinco y se lanzaron a correr mientras el pelotón rastrillaba sus armas para cargarlas otra vez con bala en boca.-¡A ellos! -vociferó el sargento, al ver que mientras tres corrían por la huella, otro, el amansador de potros, daba un gran salto por sobre una alambrada, caía a horcajadas en uno de los caballos de la tropa y disparaba campo afuera, abrazado al cuello del animal.El sargento hizo primero unos disparos con su revólver, pero luego tomó uno de los fusiles de los soldados, y, arrodillándose en posición de tiro, continuó disparando al caballo y su jinete tendido sobre el lomo, que corrieron velozmente hasta que se los tragó una hondonada.Los otros tres fugitivos, de a pie, fueron pronto alcanzados por las balas, cayendo definitivamente sobre la huella.La interminable madrugada espesó aún más su ceniza y una densa nevada empezó a caer sobre los campos, ocultando definitivamente al fugitivo con sus tupidas alas. Bien entrada la noche, el amansador Rivera alcanzó a darle un respiro a su cabalgadura. Cuando desmontó, ambos, caballo y hombre, quedaron un rato acompañándose en medio de la cerrazón de nieve y noche. Las sombras, a pesar de todo, abrieron un poco su corazón con el leve resplandor de la caída de los copos. Su propio corazón también dio un respiro aprovechando aquel oculto ámbito, y a su memoria acudió el recuerdo de una superstición india: el águila de las pampas debe ser cazada antes que logre dar un grito, pues si lo lanza, la tempestad acude en su ayuda... No bien la recordara, montó de nuevo y siguió galopando, en alas de su protectora.En uno de esos amaneceres radiantes que siguen a las grandes nevadas, el amansador de potros dio alcance al grueso de los huelguistas cuando ya se habían puesto al reparo en uno de los faldeos boscosos del Payne, todos sanos y salvos. Al encontrarlos, la cabalgadura se detuvo sola, y la rueda humana, como en la Meseta de la Turba, volvió a reunirse en torno del amansador como de su eje.El animal se había parado sobre sus cuatro patas muy abiertas, y cuando un hilillo de sangre escurrió de sus narices, los belfos, al percibirlo, tiritaron, y luego fue presa de un extraño temblor. Como buen amansador, Rivera sabía que un caballo reventado no obedece ni a espuela ni a rebenque, pero no cae mientras sienta a su jinete encima. Por eso su relato fue muy breve, y, al terminarlo, se bajó del caballo al mismo tiempo que la noble bestia se desplomaba.Con la nevada, toda la Patagonia parecía un gran poncho blanco que ascendía por los faldeos del Payne hasta sus altas torres que, como tres dedos colosales, apuntaban sombríamente al cielo.Y así se conservó memoria de cómo murió el chilote Otey."





EL VIEJO


Cuento de Iván Rojel Figueroa
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Bajo el azote de la ventisca brava los cuatro se movían lentamente por el dorso de una loma desnuda. La pampa más que nunca parecía inabarcable y el viejo apretaba el poncho desgastado sobre el pecho hundido con manos huesudas como garras. Detrás del caballo famélico, los dos perros caminaban casi por inercia con el pelaje revuelto por el viento helado. El paisaje parecía muerto con unos cuantos árboles desnudos desparramados por doquier. Las matas negras cubrían a trechos las hondonadas como oscuros retazos de nubes tormentosas caídos en la estepa. El cielo era espeso y el día gris transitaba derrotado hacía el inicio del invierno, dejando al otoño olvidado y pisoteado junto con las hojas apelmazadas en el suelo. La tierra temblaba esperando el contacto de la nieve que ya preparaba su blanca maldición gravitando en el ambiente. El viejo temblaba y transmitía ese temblor irrefrenable a su caballo aún más viejo y los dos perros con los ojos oscuros y sin brillo parecían sombras tambaleantes, despojos de lo que alguna vez fueron buenos ovejeros.
Los cuatro cruzaban por el llano frío empujados por el acicate de la necesidad. Jubilados por la vida y el trabajo, mas, privados de pensiones y justicia, el hambre era mas fuerte en el pueblo y debieron regresar; el viejo por delante rogándole al patrón. Aún podía, tenía fuerzas para ensillar el pingo, conocía los campos, aunque el hilo de sus pensamientos en ocasiones se cortara y sintiera la sensación de que su mente estaba envuelta en algodones que no le permitían ver las imágenes con claridad. A veces no recordaba ni los nombres de sus perros, pero era lo de menos, ellos también ya casi no respondían a esos nombres.
- Trae los borregos que se quedaron en el campo grande y después hablamos- Había dicho el patrón sin corazón, mientras echaba humo con su pipa de marfil.
“El Pinta, el Siete”, el viejo repetía los nombres de los perros mentalmente una y otra vez sobre el caballo temiendo que se le volaran del pensamiento como dos mariposas invernales.
Ahora los usaba como un indicador de lucidez. Mientras los recordara podría estar tranquilo. Su mente no sería como un corral roto donde los pensamientos se le desbandaban como ovejas hacia cualquier parte.
La loma se despeñaba suave sobre el llano erizado de coirón mientras la lluvia abría sus compuertas entre las nubes densas.
Ya era tarde. Encontrar a los borregos en aquel enorme campo, era como hallar una aguja en un pajar. El patrón debía comprender. Descansaría solo un poco y volvería a salir en la mañana.
Se detuvo mirando en todas direcciones. Buscaba algún indicio que lo llevara de vuelta a la senda que conducía al rancho. La lluvia bajaba de costado acribillando el mundo con gruesos goterones. El viejo pareció encontrar lo que buscaba y se dirigió despacio hacia un árbol solitario. Al llegar, una sensación inmensa de soledad y angustia lo invadió. El camino no pasaba por ahí. Buscó en su mente las palabras salvadoras que le indicaban que sus sentidos no se habían embotado, que podría recordar el camino de regreso. Y solo...
- Pinta...
El otro nombre era un vacío oscuro. Un vacío que se difundía por su cuerpo entumecido y calado por la lluvia.
El viejo recorrió con desesperación la difusa extensión de su memoria inútilmente, luego giró despacio la cara descompuesta hacia los perros empapados detenidos cerca de las patas del caballo:
- Pinta...- dijo con voz ahogada y soltando las riendas dejó escapar un tímido sollozo y se inclinó sobre la tuza.
El caballo avanzó un trecho y se quedó quieto bajo el árbol para guarecerse. El viejo con las lágrimas borradas por los goterones de la lluvia, se deslizó despacio por el flanco y se acurrucó cerca del tronco. Le parecía que un facón le atravesaba lentamente el pecho. Solo quería descansar un rato.
Un agotamiento dulce reemplazó al dolor y le hizo olvidar las bofetadas del viento y de la lluvia. Luego, mientras sentía que una brisa tibia le envolvía las manos y la barba, despegó los labios con dificultad y balbuceando “Pinta” y “Siete”, esbozó una leve sonrisa y comenzó a dormirse.
Los dos perros se acercaron y se echaron a sus pies.






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EL FLAMENCO



Cuento de Francisco Coloane




II

El caso del Flamenco empezó una mañana en que se marcaba la caballada. Es decir, empezó para mí, pues la vida salvaje de este hermoso caballo alazán en las Serranías de Carmen Sylva, no estuvo al alcance de mi observación y debió haber sido muy interesante; porque la de su cautiverio sí que lo fue, y no porque yo siguiera al animal como un entomólogo a sus bichos, sino porque el encadenamiento de los hechos me la destacó de esta manera.
Aquella mañana me había quedado dolo en el corral de la tropilla; la gente se había ido a almorzar.
Fumando plácidamente mi caporal contemplaba el centenar de potritos y potranquitas apuñaladas por aquel feroz Jackie; sus ancas estaban brillantes; sus delgadas extremidades terminadas en pequeños y finos cascos parecían bracitos de niños muertos; los pechos rotos por la cuchillada; la cabecitas tiernas con los ojos vidriosos y fijos y las melenas revueltas con sangre y polvo, ofrecían un espectáculo un poco molesto.
”Son duros estos gringos -pensé-, en vez de regalara esos animales o vendérselos a los ovejeros y peones de su propia estancia, prefieren matarlos para descongestionar sus campos y no propagar la raza y la marca”.
Un sol brillante caía pleno en el corral y levantaba de la sangre coagulada con el polvo, un vaho excitante, un olor que ponía tensa la punta de la nariz.
El ambiente producía una paz poco cargada de angustia; un desgano de vivir.
”¡Debe ser la falta de almuerzo!” -me dije -y me dispuse a partir; pero, de pronto, un estridente relincho laceró la tranquilidad del mediodía.
Di vuelta la cabeza y, a mi espalda, entre los estacones del cerco, un caballo alazán contemplaba, como yo el espectáculo de los potritos degollados.
La belleza extraordinaria del animal hizo que mis ojos se dilataran de asombro. Era un alazán de tres para cuatro años, alto, esbelto, con el lomo derecho, la barriga pegada entre los músculos, las patas delgadas, envueltas en una vigorosa nervadura y la cabeza pequeña. Pero lo que más llamaba la atención en este extraordinario ejemplar eran la piel y los ojos; la primera reluciente, tan aterciopelada como la de los lobos marinos de dos pelos, de un color encendido y cambiante como la llama, cuando los tensos músculos hacían algún movimiento; y los ojos eran dos bolas de luz cuajadas, salientes, que pasaban de un brillo acerado cuando se encabritaba, hasta una opacidad serena y profunda.
Se destacaba como el mejor tipo de la tropilla que, separada por el amanse, descansaba en el fondo del corral. Más allá, en los potreros, se movían las manadas de yeguas madres, con sus pequeños hijos castrados y clasificados para sobrevivir.
¿Cuál era la causa de la curiosa actitud de los relinchos y miradas de este corcel solitario?
¿Recordaba, acaso, cuando tres años antes le había tocado a él mezclarse entre los acuchillados y salvarse por milagro de la certera puñalada del campañista salpicado con la sangre caliente de sus hermanos, esa sangre joven de un color tan vivo como su piel? ¿De ella tomó, acaso, esa hermosura, como la agilidad que adquieren los indios cuando sus padres les untan las rodillas con la sangre de los chulengos. Me quedé contemplándolo entusiasmado hasta que el mozo vino a llamarme para el almuerzo.
En la tarde, continuamos la faena de aparte y marca, pero esta vez tenía otro atractivo más que apialar potrillos en el corral, el alazán.
Apenas Jackie, arremangado, cuchillo en mano, empezaba a buscar los pequeños que iba a ultimar, el alazán se acercaba a mirar entre lkos estacones, con la cebza enhiesta.
Ubicada la víctima por su inferior calidad, al criterio del matador, se acercaba éste y le asestaba la feroz puñalada en pleno pecho; con un hábil movimiento, revolvía la hoja acerada en el interior hasta tocar el corazón, y el animalito caía desplomado.
Entonces, ante el chorro de sangre qwue saltaba a borbotones, los ojos del alazán se encendían, enarcaba el cuello y piafaba haciendo retumbar el suelo con los cascos, después, relinchando, se metía entre las tropillas, removiéndolas.
Repitió estos movimientos durante toda la tarde. En una ocasión se lo hice observar a Jackie.
-¡Éste me lo he dejado para mi tropilla; ya me fijé en él hace tres años; en la marca pasada! -me respondió el campañista, interpretando egoístamente mi interés por el alazán.
-¡Así que no le eche el ojo, pues” -remató como advertencia.
Las dos mil yeguas cerriles volvieron a las campiñas cordilleranas a vivir su vida salvaje, mientras unos doscientos redomones quedaron en la estancia para ser domados, y entregados al servicio nuestro, de los ovejeros, puesteros, etc.
Una mañana nos reunimos en el corral desde el administrador hasta el último aprendiz, a fin de elegir, por orden de jerarquía, nuestros futuros caballos de trabajo.
Esta ceremonia es muy importante, porque demuestra el conocimiento y buen ojo de los que eligen, ya que los animales están jóvenes y salvajes y pueden resultar tan buenos como malos para toda la vida.
Todos, por supuesto, dirigieron la vista al alazán, pero Jackie, que en el corral tenía más autoridad que el propio administrador, advirtió:
-¡Éste es el Flamenco, le puse nombre hace tres años, cuando lo salvé de acuchillarlo para dejarlo para mi tropilla; es muy vistoso y largo de cañas; quién sabe si va a servir para trabajos rudos!
Después, cada uno continuó sus labore, y los campañistas el suyo: el amnse de la potrada.
Una mañana en que debía salir a recorrer los campos, me quedé más de lo acostumbrado en los corrales a fin de ver una jineteada.
-¡Hoy le voy a poner los cueros al alazán que usted le había echado el ojo! -me dijo Jackie.
Efectivamente, el hermoso caballo etaba amarrado al palenque.
Me quedé, pues, en espera de un espectáculo campero emocionante, ya que la primera monta de este corcel debía ser algo extraordinario.
El pialador le lanzó una pequeña armada del lazo a las patas, lo hizo moverse y, luego, con un fuerte y traicionero estirón, lo voltearon en tierra, tensaron los lazos y empezaron a ponerle la montura con la precaución acostumbrada.
El animal se revolvió inquieto un rato, luego se dejó que le pusieran tranquilamente los cueros, la cincha y las riendas.
Aflojaron los piales, le dieron un rebencazo y, mientras se levantaba e un salto, Jackie se le encaramó como un gato sobre la montura.
El animal quedó con las cuatro patas abiertas y firmes en la tierra y agachó la cabeza como resolviendo lo que iba a hacer.
Todos estábamos tensos de emoción. Loa ayudantes abrieron la tranquera y otro con el caballo apadrinador se le puso al lado.
Hombre y bestia estaban rígidos, no movían un músculo, esperando uno el formidable salto y el otro quizá qué sorpresa en esta primera aventura.
-¡Ya!... -gritó Jackie y dio un fuerte rebencazo en el anca del animal mientras se agarraba como un águila con las espeulas.
Pero aquel hermoso bruto, en vez de dar el tremendo salto que todos esperábamos de él y entablar la fiera lucha que predecía su recia contextura, salió por la tranquera con un galope abierto como el balanceo de los elefantes.
Nos quedamos estupefactos.
Al rato, Jackie volvió, después de dar unas carreras por la huella.
-¡En cuanto aprenda a correr, éste va a ser el mejor parejero de la estancia! -exclamó Jackie, jubiloso y continuó-: Es primera vez en mi vida que me ocurre esto con un animal de tanta pinta.
-¿Quiere que lo pruebe? -exclamó un ayudante.
El joven, un moreno fornido, se dispuso a montarlo.
Montó de un salto, confiado; pero no bien se había afirmado en los estribos, ocurrió algo sorprendente: el animal se encogió, pareció rozar el suelo como un gato y luego levantó las manos y de un terrible salto disparó tranquera afuera.
Como un elástico se lanzaba hacia el espacio, en el aire se retorcía como un pez, brillábale la piel a llamaradas, escondía la cabeza y caía azotándose con un estremezón inaguatable.
El domador sufrió tres saltos grandes de esta clase; al cuarto rodó por el suelo como un guiñapo; cuando fueron a recogerlo, estaba quebrado de una pierna.
Jackie era mestizo, hijo de un inglés y de una india ona, crecido en el lomo de las bestias y considerado como el mejor amansador de la Tierra del Fuego; cuando se encontraba con una bestia fiera, brotaban todas estas cosas y le hervía la sangre
¡Déjenmelo a mí! -gritó-. ¡Yo le voy a enseñar!
Buevamente tuvimos unos segundos de expectación.
El gran domador subió sigilosamente como antes y, como la vez anterior, también el alazán partió al galope manso.
-¿Lo habrá embrujado Jackie? -dijo uno.
-¡Éste es un caballo de amo, nadie lo va a poder montar! Exclamó el campañista, desmontándose de vuelta.
Y así fue; nadie más que Jackie pudo montar el Flamenco; todo el mundo se hizo cruces comentando este hecho raro.

III

Al mes y medio recicibimos de las piernas de nuestros domadores los flamantes , semiamansados aún, pues la doma definitiva terminaba a nuestro amaño y experiencia, en nuestras manos.
Jackie se quedó con su extraordinario alazán. El tiempo pasó y ya nadie comentó el hecho.
No se comentó hasta que una tarde en que el campañista, que había salido al campo afuera con su caballo de amo, no regresó a la estancia.
Conociendo la experiencia del gran hombre de campo, no nos inquietamos.
Pero pasó la noche, y nuestra inquietud fue grande cuando al día siguiente encontraron al Flamenco en los corrales, ensillado y con el lazo arrastrando, es decir, una parte del lazo, pues en el extremo estaba cortado, y con la barriga y los ijares rajados y ensangrentados a espolazos.
-¡Es corte de cuchillo! -dijo uno revisando el extremo del lazo, y continuó-: Jackie debe haberlo cortado, puede estar vivo aún.
Inmediatamente partieron dos ayudantes del capañista en su b´úsqueda.
A media tarde regresó uno, al tranco, trayendo sobre la montura a Jackie herido.
Cuando lo bajaron, aquel hombre sufrido, apretando la boca de dolor, exclamó:
-¡No sé cuántas costillas rotas tengo, pero estoy cierto de un hombro zafado y una canilla quebrada!
-¡Ya se te afirmarán las tabas de nuevo! -le dijo, consolándolo, un compañero.
El mestizo sonrió desde su camarote, mostrando sus blancos dientes de coipo entre sus bigotes de un rubio desteñido.
Eso de que las tabas se le volvieran a afirmar era una verdad; sus cuarenta años de domadura no le habían dejado hueso sano, pero las astillas se soldaban, las coyunturas volvían a su lugar y la enorme vitalidad de aquel hombre hacía el milagro de que volviera a amansar potros como si nada hubiera sucedido.
Sólo que en cada quebradura Jackie quedaba más pequeño, su cuerpo más inclinado y su andar cada vez más lleno de raros movimientos que lo hacían parecerse a un mono.
En cada volteadura pagaba sus triunfos sobre las bestias y la naturaleza; se levantaba de la tierra más aparragado, como esos robles fueguinos que resisten los huracanes del oeste, agachándose tanto que terminan por adquirir extrañas formas, extendidos a ras del suelo, retorcidos y deshilachados, como manos envejecidas y sarmentosas, implorando clemencia para ese pedazo de mundo azotado pos las tempestades.
-¡Cuidado, no se acerquen a ese animal que tiene el mismo diablo en el cuerpo! -nos dijo Jackie cuando estuvo mejor, y continuó-: parece que esperaba la oportunidad de hacerme pedazos, ya que parecía manso como un cordero y jamás había pegado un corcovo en mis piernas.
A pesar de eso -siguió el campañista-, nunca tuve mucha confianza, pues a veces lo encontraba mirándome con unos ojos llenos de rabia, como los de esos animales a los cuales uno ha apaleado mucho.
”Una vez me miró en tal forma, que me molestó, levanté el rebenque y le di un talerazo. -¿Qué te pasa?, le dije, y se quedó tan tranquilo mirándome de reojo.
”Ese día íbamos lo más bien por la vega grande del campo diecisiete, cuando de repente, en el momento en que iba más desprevenido, pegó un fiero corcovo que me anduvo descomponiendo en la montura.
”¡Para qué les voy a mentir, les juró que charquié; si no, me bota! -dijo sonriendo el campañista, aludiendo con ese término al hecho de tomarse del cojinillo de la montura para no caerse y que los campesinos lo considerarn vergonzoso.
”No me dio lugar para afirmarme -continuó-, se lanzó en una bajada dando gambetazos y saltos igual que un torbellino: Pocas veces me he encontrado con cosa tan fiera; se doblaba, se hacía un nudo y se arrastraba como un gato, relinchando a boca abierta, y yo, ¡dale! Y ¡dale! Rebencazo tras rebencazo, hundiéndole las “lloronas” en los ijares, con las alpargatas bañadas en sangre.
”Así peleamos no sé cuanto tiempo; no me daba lugar para nada.
”De pronto voy a dar vuelta el rebenque para agarrarlo por la lonja y darle un talerazo entre las orejas y voltearlo, cuando, por primera vez que me ocurre en mis años de campesino, se me suelta el lazo y empieza a enredarme con la bestia.
”¡Aquí me llegó, pensé en medio del cansancio y de la ira!
”En un corcovo, la pata agarró con el garrón una vuelta del lazo que me pescó una pierna y me la abrió hasta casi despernancarme, y ya no pude más, era superior a mis fuerzas; no me di cuenta cuando rodé por el suelo envuelto entre el lazo.
“Corrió ese animal, arrastrándome, como no había corrido en su vida, en dirección al río. Cuando llegamos al borde, yo estaba todo quebrado y medio aturdido.
“¡Querís ahogarme, carajo! -pensé y alcancé a sacar el cuchillo y como en sueños corté a tontas y a locas el lazo, por suerte en la parte necesaria.
“¡Y ustedes no lo van a creer -exclamó el campañista medio incorporándose-. Aquella fiera se me acercó resoplando, con los ojos como fuego y llenos de sangre; parecía el demonio. Nunca había visto un animal así, les juro que tuve miedo! Se acercó, yo estaba casi desvanecido, me olfateó, jadeante, con su aliento que quemaba y, ¿saben ustedes lo que me hizo?
”¡Me hizo lo de la vaca; me ensució, me dio un par de patadas más en las costillas y me dejó creyéndome muerto!
”¡Pero no le hagan nada; lárguenlo al campo no más, que cuando me levante quiero tener el gusto de ajustar cuentas con él!” -terminó el campañista.

IV

Como en otras ocasiones, a Jackie se le compuso la osamenta y ya repuesto del todo salió de nuevo a campear entre sus tropillas.
-¡No suba más a ese alazán! -le dijo un día el propio administrador, Mr. Chifford.
Pero Jackie lo montó, le dio su tanda de talerazos, los agarró de nuevo con las espuelas y el Flamenco se quedó tan manso y tranquilo como si no sintiera los dolores.
El trabajo de las estancias está lleno de incidentes; nuevos hechos vinieron a hacer olvidar aquél.
Sólo Jackie debía recordarlo, pues había quedado bastante más aparragado y su andar ya no era el de un mono, sino el de un andamio de huesos dentro de una bolsa mal cosida.
Pero pasó el tiempo y hasta el mismo Jackie lo olvidó.
-¡Debió haber estado enloquecido ese día -me dijo una tarde en que galopábamos, él con su alazán_; los animales como las personas se vuelven idiotas y locos!
El campañista era un hombre primitivo, el indio y el blanco que había dentro de él luchaban de continuo con sus instintos. Con un tono infantil me dijo:
-¡Vea, yo mismo, que soy un hombre bueno, cuántas veces por una nada ha despachado a un compañero para el otro mundo!
”Bueno se llama éste!” -pensé y me sonreí al recordar las cuentas oscuras que con su conciencia tenía el amansador.
-¡A lo mejor había comido algún pasto malo ese día -continuó, justificando a la bestia a la cual seguramente odiaba y amaba- y el pobre animal se enloqueció! Así como en las vegas hay esos pastos que emborrachan y dejan tendidos a piños enteros de ovejas, también debe haber hierbas que ponen malos a los caballos. ¿Y borracho, qué es lo que no puede hacer uno?
-¡No olvide que no se deja montar por nadie que no sea usted! -le dije.
-¡Por eso es que lo quiero, pues! -me respondió.
Miré un rato al hermoso animal que galopaba junto a mi caballo y recordé aquella escena en el corral, sus ojos grandes y extraños, en la forma que miraba el degüello de los potrillos, y pensé: ¿no habrá quedado grabada para siempre en esas retinas la persona del cruel campañista, cuando el hermoso alazán se salvó de ser apuñalado entre sus hermanos?
¡Quién sabe nada de nada!
¡Quién sabe nada de nada!
Mi pensamiento de que hubiera un odio casi humano del animal contra el hombre y de que tramaba una verdadera venganza con el degollador, estaba muy bien guardado en mi interior. No saldría jamás. Mis compañeros eran un poco rudos y no me comprenderían; se habrían reído a carcajadas de mis observaciones. “¡Eres un novelero! ¡Está chiflado! ¡Ha comido también mal pasto!” -habrán dicho.
Y como en la isla en realidad abunda el mal pasto y la gente se vuelve loca por la soledad, las abstinencias o el alcohol, opté por quedarme callado.
¿Y a lo mejor no me iba poniendo medio chiflado?
¡No, no estaba loco! El epílogo de esta curiosa historia de un caballo en lucha contra un hombre me demostró que estaba en mi verdadero juicio.

V

-¡No ha vuelto Jackie! -dijo el segundo administrador bajo el alero de la pesebrera.
-¡Y anda otra vez con el alazán! -contestó un ayudante.
-¡Pero está convertido en un cordero! -dijo el otro!
-¡Así estaba esa vez y casi lo liquida! -sentenció el segundo.
Caía la tarde fueguina, el ocaso prolongaba sus luces a través de la llanura, aureolando los suaves lomajes e incendiando en las lejanas vegas los altos pastizales.
El campañista había salido temprano con un recado para un puesto serrano y debía haber regresado a media tarde. Y no regresó ni en la tarde ni en la noche.
A la mañana siguiente, me correspondió salir a campearlo.
El puesto quedaba en unas serranías volcánicas a más o menos diez leguas de la estancia. El puestero me informó que efectivamente Jackie le había llevado una orden de que repuntara las ovejas para dos días más tarde y que, después de almuerzo, había partido de regreso.
Empecé, pues, a desandar el camino andando infructuosamente, mirando siempre a derecha e izquierda, ya que rastros no podía seguir en esa tierra cubierta por un coirón duro y raquítico.
A poco de galopar, volví riendas hacia las serranías y me dispuse a dar un gran rodeo a través de algunos cerros, con el objeto de hacer una búsqueda concienzuda.
En esta parte de la Tierra del Fuego terminan los últimos cordones de las cordilleras occidentales y empiezan las mesetas que van descendiendo hasta el borde del Atlántico, sucesivamente, en llanadas, vegas y dunas.
La formación topográfica es curiosa: algunos pequeños lagos entre hoyos cordilleranos, ojos de agua al fondo de precipicios, ancones, ollas de paredones pétreos, etc., le dan un aspecto sobrecogedor, como de comienzos del mundo. Ni un ave de divisa, y los caballos que son obligados por sus jinetes a cruzar por allí, paran las orejas e inquietan el paso.
Desde la cumbre de los cerros lanzaba miradas hacia las partes bajas sin resultado alguno.
”El campañista pudo haber pasado por allí -pensaba- por observar algún paso desconocido o descubrir buen pastizal”.
Ya quería dar por terminada la búsqueda, cuando, en lo alto de una especie de meseta , descubrí un caballo ramoneando entre una matas negras, raquíticas. Era el Flamenco. Ascendí rápidamente y me acerqué a él. No huyó; ni siquiera se movió. Estaba ensillado, sin las riendas, pero con bozal y cabestro.
Lo tomé de este último y lo até a mi pegual; en seguida lo contemplé cuidadosamente; tenía rastros de sangre en los ijares y la piel denotaba haber sudado.
Me desmonté, me puse frente a él y me quedé mirándole a los ojos.
A veces, uno, sin quererlo, mira a los animales, a la naturaleza misma, como preguntándoles algo, y ellos, al parecer, nos devuelven la mirada inexpresivaemente, pero una corriente se establece, algo ocurre en nuestras mentes, una luz se mueve, y descubrimos lo que buscábamos, aunque no sea más que la paz de nuestra propia inquietud.
Al Flamenco pareció molestarle mi mirada.
En un contacto de pupilas le pregunté: ¿Dónde está Jackie? Y sus hermosos ojos, otras veces vivaces, parpadearon sin responder, estaban apaciguados y como dos bolas de vidrio, opacas y sin expresión, flotaban evadiendo mi vista.
Monté y recorrí los alrededores con él al cabestro, sin encontrar rastro alguno.
La naturaleza tampoco respondía. Ni un presentimiento, ni una huella, ni una idea de dónde pudiera asirme.
De pronto me di cuenta de la presencia y gravitación de tres cosas: el Caballo, la Naturaleza y el Silencio; los tres formaban esa soledad impenetrable; los tres unidos y asociados como los cómplices forman el triángulo de un crimen.
¡Ah…, pero nunca nuestros pasos van al azar!
Partí cuesta arriba para encontrar el fin de aquella meseta; pero al rato de andar, me di cuenta que la tierra se combaba y me desmonté para seguir a pie, ya que podría ser indicio del borde de algún precipicio que podría desprenderse al menor peso sobre su superficie.
Luego aquella cumbre se combó de tal manera que indicaba su término. Me tendí y empecé a arrastrarme de bruces. Presintiendo que estaba cerca del borde, me apegué más a la tierra y repté como una lagartija, hasta que…
Tiemblo todavía al recordarlo: ¡Estaba al borde un abismo! ¡Cerré los ojos angustiado, y me agarré hincando las uñas en la tierra! En el cerebro se me produjo algo como el roce de un filo frío, como si una guillotina hubiera estado a punto de desprender mi cabeza del cuerpo y lanzarla en aquel vacío.
¡Aquello era un cañón, un cráter apagado, un precipicio, qué sé yo!
La atracción del vértigo debe ser como la del suicidio. Apreté los dientes como en espera de un dolor intenso y abrí de nuevo los ojos. Esta vez pude ver mejor: estaba justamente en la arista de un precipicio, como si mirara dentro de un gigantesco barril, cuyas paredes, después de una brevísima capa de ripio, bajaban combándose hacia adentro, negras y relucientes como las paredes de un pizarrón, hasta el fondo, también liso y brillante; el fondo de aquel mortero fantástico era lo que no había visto en mi primera mirada y lo había confundido con el negro e insondable abismo.
¿Y Jackie?
Sólo la final, cuando ya se me había retemplado un poco la médula, los nervios distendidos y el cerebro ya no sentía ese filo torturante del vértigo, pude divisar abajo, junto en la vertical de mi mirada, un guiñapo medio color café, como el pellejo desvencijado de un perro grande. Era el campañista.
Repté hacia atrás, y cuando me senté y mis sentidos volvieron a reajustarse me topé con otra extraña realidad: ¿Cómo cayó Jackie en ese precipicio?
El campañista no era curioso y si hubiera llegado al borde del ancón, sus nervios habrían resistido más que los míos, pues era más fuerte.
¿Y el caballo, en su lucha con él, cómo pudo haberlo lanzado al fondo sin haber caído también él?
¡Sólo que se hubiera retacado en una veloz carrera, en el borde mismo del abismo; pero esta suposición se descartaba ante la reconocida firmeza de las piernas del inglés-ona. ¡Pudo haberse vuelto loco y lanzarse al abismo! ¡Pudo haberlo hecho sin enloquecer también, como otros hombres de esa tierra que han terminado sus días suicidándose de extrañas maneras.
Miré al caballo, a las lejanías y sentí otra vez la presencia de la soledad y del silencio. Nada. De nuevo estaba otra vez unidos los tres cómplices de aquel misterio.


VI

Ya era casi de noche cuando contaba en el corral de tropilla lo sucedido, al segundo administrador, un escocés adusto y silencioso.
Teníamos delante al Flamenco, cuyos ojos se daban vuelta de vez en cuando a mirarnos.
Cuando terminé mi narración, en que mencioné mis observaciones hechas desde la primera vez en que vi al alazán con su extraña mirada contemplando el degüello de los potritos en el corral de tropilla y manifesté al escocés mi opinión de que ese animal había obrado casi como un ser humano, con la idea fija de la venganza, tuve temor de que aquel hombre no me comprendiera y me considerara un loco o un chiflado.
Me miró fijamente, intensamente, calándome a través de la semioscuridad que se iba acentuado con la llegada de la noche. No dijo una palabra, ni un gesto reflejó su faz. Echó mano al cinturón, sacó un Colt de cañón largo, se acercó al alazán, apuntó a la cabeza, disparó y el Flamenco se desplomó muerto en medio del corral.
El segundo había comprendido.



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RAZA DE LEONEROS




Enrique Wegman Hansen


Del cielo acerado y opacado desprendíanse lentamente los copos que iban engrosando más y más sobre los campos. Los árboles inclinaban sus ramas abatidas por el peso de la nieve. Entre la espesa niebla que acompañaba a la nevazón, pude divisar a Ernesto encerrando un piño en los corrales. Los débiles corderitos resistíanse a caminar, atemorizados por la primera nevada que presenciaban en sus vidas, y se apretujaban temerosos juntos a sus madres. Mi compañero asustaba al rebaño con agudos gritos y silbidos que acompañaba con el restallar del rebenque en la caña de las botas. Los perros seguían atentos a la voz de mando, sin atreverse a atropellar la majada. Al llegar al rancho, sacudió la nieve de sus botas en la escalinata, exclamando furibundo:¡Maldita leona! ¿Por cada cordero, un tiro! ¿Cómo pecas pagas!...



¿Qué pasó, Ernesto? Le pregunté un tanto asombrado. Pues jamás imaginé que un león osaría acercarse tanto a las casas, y matar los corderitos que criábamos para comerciar en los días de Fiestas Patrias.
¿Qué va a pasar?: que una leona asesina carneó diecisiete corderos y cuatro ovejas. Y por los rastros anda con varios cachorros a la siga.
¡Ahá! Mascullé, convencido del desastre ¿y qué hacemos ahora sin un solo perro rastreador? El "Buien" está viejo, sordo y medio ciego; ya no sirve.
Algo haremos, y te prometo que caerá en mis manos y que en carne viva le cortaré las garras!...
Después de cambiarnos las empapadas ropas, Ernesto tomó su plato y se acercó a la olla a pucherear. Colmé, también mi plato, y me dispuse a saborear la exquisita merienda. Durante la comida no pronunció palabra. Yo observaba su rostro bronceado, curtido por vientos y heladas, en el que a instantes relampagueaban sus ojos mansos de buen muchacho. A intervalos sonreía descubriendo su blanca y fuerte dentadura, y entornaba los ojos como gozando de un algo indefinible. La sangre del leonero volvía a correr aceleradamente por sus venas estremeciendo su ser. Los temblores casi imperceptibles que sacudían sus fornidos hombros acusaban la inmensa alegría, que lo invadía ante la perspectiva de una gran aventura, que agregaría al largo rosario de sus proezas en la selva patagónica.
Ernesto Casola creció al pie de la imponente cordillera Tenerife, en la Estancia que fundara su difunto padre. Creció a la par que los robles que bordean el río. Templó sus músculos en el hacha, construyendo cabañas de troncos. Aguzó la vista en las altas cumbres cordilleranas, atisbando a los cóndores, y se hizo ágil poniéndole un lazo en las astas a los toros baguales que persiguió entre las breñas. Y también aprendió a seguir el rastro de los pumas carniceros que en las largas y crudas noches invernales hacían sus matanzas.
Cuando terminamos de cenar, recién entonces habló mi compañero:
Bueno, dijo, hacia ya dos inviernos que no bajaban leones por aquí. Ya estaba perdiendo la costumbre de seguir un rastro por dos o tres días, como lo hacía antes. Partiremos de amanecida y llevaremos los cuatro perros, incluso el "Buin", que aunque esté viejo y sordo les dará la ruta, y te aseguro que no se nos irá sin marca esta maldita leona!
Tras una breve charla nos bebimos el consabido jarro de café negro, y luego de saborear unos cuantos cigarrillos, nos dispusimos a dormir.
Aún no aclaraba cuando llegamos al sitio de la matanza. Los perros, sin saber hacia donde dirigirse, titubeando, husmeaban los túmulos que formaban los corderos muertos, cubiertos de nieve. Sólo el "Buin" no vaciló; caminó derecho hacia los últimos cadáveres, y a su andar de perro viejo, endilgó hacia la espesura del bosque con la nariz pegada al suelo nevado.
Picamos espuelas a los caballos y partimos tras el "Buin" que corría silencioso y estirado sobre el terreno. Los demás perros también olfatearon al león y partieron jubilosos tras el guía.
Nos internamos en el monte siguiendo las pisadas de los canes, pues, las de las fieras las había borrado la nevazón. Atravesamos el bosque y ascendimos una colina; luego bajamos a un profundo cañadón que se iba estrechando más y más, formando pronunciadas gargantas y escarpas. Así marchamos toda la mañana, lentamente, hasta el mediodía. Hicimos alto para comer un poco de carne asada que llevábamos, y luego prendimos nuestros cigarrillos, mientras descansaban nuestras bestias. Los perros nos habían tomado mucha delantera, y mientras más fresco se presentaba el rastro, con más entusiasmo corrían saltando entre las peñas y troncos.
Apretamos las monturas, y continuamos la persecución. Al caer la tarde, nos encontrábamos en pleno corazón de la cordillera Tenerife. Estábamos en mediados de agosto, pero aún obscurecía temprano. Nos quedaban todavía unas dos horas de luz, y podíamos avanzar un buen trecho.
De pronto, en la lejanía se oyeron los ladridos de los perros. Nuestros corazones latieron con inusitada violencia ante la perspectiva de la presa. Ernesto se volvió hacia mí con el rostro inundado de alegría, y a tiempo que picó espuelas al caballo, me gritó:
¡El viejo "Buin", no falla, compañero!...
Cuando llegamos a unos cien metros del lugar, donde, seguramente los perros habían dado el primer ataque al león, los ladridos cesaron. Nada podíamos ver, pues los árboles y algunos peñascos nos impedían visualizar a distancia.
A los pocos instantes observamos manchas de sangre en la nieve, y centenares de pisadas de perros y de león, lo que evidenciaba el lugar del primer encuentro. Proseguimos con más entusiasmo nuestra carrera hasta llegar a un claro. Allí acosada por tres perros que ladraban furiosos lanzándole dentelladas, se debatía de espaldas la leona, propinando zarpazos a diestra y siniestra, estremeciendo el monte con sus aterradores rugidos. Pero, faltaba "Buin" en la cuadrilla. Seguramente había sido muerto por la fiera y arrojado entre los matorrales, pues, a nuestra pasada no le habíamos visto.
Al comprobar la ausencia del viejo leonero en el escenario del combate, Ernesto sacó el revolver del cinto dispuesto a disparar, mas no se atrevió. Los perros, ante nuestra presencia redoblaron el ataque en forma por demás arriesgada. La fiera también acentuó su furia acometiendo veloz y girando cual remolino. De pronto el "Brany" salió disparado por los aires con el vientre abierto a un largo por un terrible zarpazo de la leona.
Mi compañero no pudo contener la ira. Aun a riesgo de matar a alguno de los perros sobrevivientes, afirmó la puntería y descargó los cinco tiros del arma. La leona dio dos saltos espasmódicos y cayó entre la maraña manando sangre por los costillares, retorciéndose en los últimos estertores. Cuando ya la muerte velaba sus ojos, trató de incorporarse y volvió la cabeza hacia nosotros tratando de emitir amenaza. Sólo unos coágulos de sangre lograron asomar por sus asesinas fauces.
Yo, que había permanecido con el revólver en la mano, por si acaso Ernesto erraba el tiro, guardé mi arma, pleno de alegría. Casola se volvió hacia mí, y mirándome con ojos de vengador satisfecho, me dijo:
¡Los tiros que te quedan, serán para los cachorros. ¡Volveremos mañana sobre el rastro, y no saldrán vivos de la cordillera!...
Después de separar la mejor carne de la leona, arrollamos su piel y compartimos la carga en nuestras cabalgaduras. Luego, encendimos un cigarrillo que aspiramos con fruición, mientras nuestras mentes volaban libres, y nuestros ojos errantes escrutaban los cantiles orlados de nieve, mudos guardianes del misterio secular de las profundas selvas. Y, emprendimos el regreso, acariciados por la suave y helada brisa del este, y algunos copos que comenzaban a urdir una nueva alfombra.
Ya había obscurecido cuando pasamos por el teatro del primer ataque, y por mucho que nos empeñamos, no pudimos ubicar el cuerpo del "Buin".
Al día siguiente, por la tarde, cuando estaqueábamos sobre la pared del rancho el cuero de la leona, Ernesto lanzó una exclamación:
¡Apareció el "Buin"!, y se lanzó a la carrera hacia el puente que cruzaba el río. Por la ribera venía el valiente, cayéndose, descansando, arrastrándose algunos trechos, para luego caer en brazos de su amo.
La escena emocionante e inolvidable que presencié ese día, caló hondo en mi alma. Ernesto, sentado en el umbral del rancho sostenía entre los brazos al moribundo perro. El "Buin", con el cráneo abierto por un terrible zarpazo, y con una paleta desprendida, extendió su húmeda nariz hacia el cuero de la leona, temblando levemente, mientras la vida le abandonaba para siempre, sin hacer ruido.
Dos lágrimas surcaron las curtidas mejillas de Ernesto Casola. "Buin", el viejo y fiel compañero de cacerías había rendido su vida en aras de la hermandad forjada a través de los años de heroicas correrías, cuando siguieron el rastro de los pumas carniceros, en medio de los grandes temporales de nieve que azotaban la cordillera Tenerife, que se alza majestuosa y desafiante en el corazón de Ultima Esperanza.
Ante la conmovedora escena, con el corazón adolorido sólo pude murmurar a media voz, alejándome del lugar:
¡Fieles y nobles hasta la muerte! ¡Raza de Leoneros!...
El viento corría alzando remolinos de nieve y saltando por los cañadones de la cordillera Tenerife, riéndose a carcajadas de la eterna tragedia de la selva.






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DOS CABALLOS



Juan Pablo Miranda Carrasco

Un fondo fantasmal teloneaba la estepa, magnificando la soledad del páramo. El peregrinaje inexorable invocaba sin tregua los recuerdos de Pedro, los cuales solo tenían una dueña: Clara, su única mujer, su único tesoro, su único amor. Mientras caminaba eludiendo la terca vegetación se cuestionaba por el destino de la que fuese su amada. Pocas cosas personales atesoraba Pedro y éste era uno de sus bienes más preciados. ¿Se habría casado? ¿Se acordaría de él?
No eran muchas las veces que iba al pueblo, pero en cada marcha fantaseaba con la fortuna de verla entre la multitud de alguna calle, alejada del ruido. No existía distancia que resultara hostil cuando Clara lo acompañaba. Construía imágenes de paseos a su lado y de la vida que nunca tuvieron. Luego regresaba a la realidad y hacía hincapié en su miseria. De seguro, ofrecería cambiar las luces del pueblo por las velas de su rancho, una casa mohosa de paredes sepia corroída por el humo del olvido.
Imaginaba que el recuerdo de Clara era la condena que debía pagar por su cobardía en el amor y así se atormentaba a veces tan solo para tener una compañía y capear el abandono en el que eligió vivir. Tantas cosas pensaba Pedro que el camino había devorado sin darse cuenta, observaba a los terneros juguetear entre ellos y a un zorro ignorarlo a pocos metros. Miró su huerta y olvidó rápidamente su retraso en las siembras, acordando dejar ese trabajo para el día siguiente, ahora debía descansar el cuerpo.
El arreo que había realizado para Don Lorenzo resultó perpetuo y la paga miserable. A pesar de esto necesitaba el dinero para preparar las siembras, sin ilusionarse demasiado, escondía el deseo de comprar un trajecito para ir al pueblo y animarse a buscar a Clara, pero nunca tomaba el valor de hacerlo. Le llamó la atención no ver a sus caballos. Recorrió el potrero con la mirada hasta donde se pierde en la loma, pero no los vio. El cuadro no era muy grande y se podían apreciar sus límites desde el cerquito de retamos.
Un mal presentimiento lo invadió y decidió desecharlo a pesar de su cansancio. El alambre estaba en buen estado y sus caballos tenían querencia en el lugar. Revisó la cerca temiendo lo peor. Al poco tiempo de iniciada la búsqueda encontró el rastro de los caballos. Las huellas eran frescas pero todavía no se resignaba a aceptar el robo. Decidió seguir el rastro hasta encontrar una prueba irrefutable que confirmara su mal augurio, caminó unos metros y halló las grampas del alambre desclavadas. Pedro conocía de “manear alambres” y desclavar piquetes. Con su orgullo herido y colmado de ira admitía el robo. Pensó en las vueltas que da la vida, pero esto no era lo mismo para él ¿Quién podría robar dos caballos de trabajo a un peón? ¿Quién era aquel que no tenía alma para contemplar la miseria en la que vivía?
Estaba claro que los tiempos habían cambiado. Él nunca robó a gente pobre, lo hizo solo con gente que no podía contar lo que tenía. Y ahora le robaban al Pedrito y el arado se quedaba más solo que nunca y al Patas Blancas el único animal que poseía que le daba una hidalga estampa a su miseria. Le invadió una mezcla de pena y de ira y la convicción que debía recuperarlos y vengar el acto. Las huellas eran frescas y él podría seguirlas, interpretarlas. Conocía los campos y lo más importante, pensaba como un cuatrero. Se dirigió al rancho de Facundo y pidió prestado al mestizo un azabache que salvó de más de un apuro a su silencioso dueño. Preparó la maleta con un poco de charqui, tortas fritas y yerba incluyó una botella de ginebra para burlar la escarcha y controlar al mandinga que se apoderaba de su alma. Enrolló la lona a los tientos del mestizo y se dirigió al cuarto y alcanzó el olvidado revólver del cajón. Lo cargó y guardó bajo el cinto.

Había solo dos opciones y ambas llevaban al pueblo. Voltió, acomodó el ala del sombrero y miró su ranchito que se perdía tras la alambrada. La sola idea de que el Pedrito y el Patas Blancas terminaran sus días bajo el acero de un matarife lo atormentaba. En su mente, construyó un derrotero y ganó el camino que daba al turbal, pero éste no tenía pasada fácil, solo pocos compartían los secretos de éste. No era mala idea cruzarlo, ya que con esa acción era muy fácil perder un rastro. Como supuso, rodearon el arenal hasta la boca del Río Sucio. Ahí confirmó las herraduras marcadas en la arena que estaba en el rumbo correcto. Sin duda los cuatreros tenían oficio. Paró un momento, acomodó su montura y revisó sus pilchas. Necesitaba galopar para acortar distancia si quería salvar a sus caballos de la venta. Recordó que para ese lado estaba el puesto de la viuda de Levicoy, por lo tanto, tendrían que haberlo evitado para no llamar la atención de nadie, y esto reducía el campo de búsqueda. Tenía la certeza que se habían tirado por el camino público, ya que ese sector no estaba poblado. Sin más pensarlo, soltó riendas y hundió sus talones en las costillas del azabache y se dejó llevar por el camino.
La noche ya sucedía y necesitaba descansar estaba cerca de la tercera barranca y decidió parar ahí. Este lugar era alto y en su cima tomaba control del valle. Ahí esperaba que los fugitivos se delataran rompiendo la noche con una fogata. Esperó la aparición de la luz tapado con su lona y alimentando su odio. A eso de las diez divisó una luz. Pedro sabía que no había puestos por esos lados por lo tanto esa luz era la que esperaba. Calculó que no estaban a más de cinco horas y sin medir el riesgo, cegado por la rabia ensilló y galopó esperando toparlos al alba.
¿Cuántos serían? Eso no importaba, solo quería sus caballos. El Patas Blancas era casi un hijo y no permitiría que su compañero de tantas aventuras fuese sacrificado como cualquier matungo sin gloria. Cabalgó y el viento gélido poco a poco fue curtiendo sus mejillas y nublando sus ojos de lágrimas. Al sentir la tibieza de estas rodar por su cara primero las trató de retener, luego recordó a Clara y acordó que debía expulsarla de su cabeza a través de sus lágrimas. Nadie lo sabría y ella necesitaba de alguna u otra forma manifestarse en su vida y salir de sus recuerdos.
Se desvió un poco hacia el monte para evitar que lo vieran. Su idea era hallarlos durmiendo y allí recuperar sus caballos. Con los primeros hilos de luz rompiendo el amanecer divisó un corral con caballos, por lo tanto todavía no se marchaban. Había ganado tiempo de oro con el galope nocturno. Se detuvo y pensó ¿que hacer?, ¿no podía matar por dos caballos? pero tampoco se los regalaría. Divisó la fogata y contó solo un bulto al lado de ella. Confirmó que era solo un cuatrero. Confirmando con un solo caballo con guardiero, decidió sorprenderlo. Echó mano a su revólver y agazapado como una era, quedó a los pies del cuatrero.

- ¡Levántate!

Grande fue su sorpresa cuando emergió de la lona un muchacho que no pasaba los 17 años y que perplejo le observó todavía inserto en el sueño.



- Me robaste el pangaré grande y el oscuro patas blancas. Dime ¿Cuántos años tienes? -






- Dieciséis, señor.

- ¿No eres muy chico para andar de cuatrero?

- Tenía que juntar dinero.

- ¿A quién le robaste los otros caballos?

- Los robé en los campos de don Fermín, allá en el cañadón.

- ¿Y por qué a mí? Solo tengo dos, en cambio Fermín tiene tres estancias.

- Necesitaba tener veinte caballos y me faltaban dos.

- ¿A quién se los ibas a entregar?

- No puedo decírselo.

- Pa’ eso tienes honor. Dímelo y te dejaré ir con los caballos de Fermín.

- Son para Lorenzo Gómez, él me los encargó.

- ¡Viejo maldito!… Ayer, le llevé un arreo de vaquillas. Tres días en la huella pasando frío por
una miseria de plata ¡Viejo Ladrón!

- ¿Cómo te llamas?

- Pedro Nicetich

Ese apellido le era familiar. Los Nicetich no eran muchos y Clara era una de ellos. Con ansiedad preguntó rápidamente.

- ¿Eres algo de Anselmo Nicetich, el dueño de la barraca?

- Es mi abuelo.

- ¿Y tus padres?

- Mi madre se llama Clara, a mi padre no lo conocí.



Sintió seca la boca y la garganta apretada y maldijo el destino. ¿Sería aquel muchacho su hijo?



- Tú no deberías andar de cuatrero, tu abuelo tiene mucho dinero.






- Mi abuelo tiene, mi madre y yo no.

- ¿Y él no la ayuda?

- Mi abuelo nunca perdonó a mi madre por deshonrar a la familia teniendo un hijo soltera. A él nunca le gustó mi padre y tenía razón, ni los animales abandonan a sus hijos.



- Una inmensa amargura aprisionó su corazón. Pensar que podía estar hablando con su hijo. - ¡Llévate los caballos! Yo me llevo los míos. Apresúrate, ambos hemos perdido mucho tiempo.

- Voltió, trató de calmarse. Entró al corral y sacó sus caballos. Estaba lleno de preguntas. Solo una seguridad. El traje se lo compraba definitivamente.






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EL FRÍO NO CONGELA, DUELE

Ivonne Coñuecar Araya

Cuando era chico, por la década del cincuenta, en la Patagonia se vivía de la tierra, se soportaban más los grados bajo cero de los que ahora nos quejamos, los accesos y caminos existían por las huellas del hombre, de tropillas y de erosiones. No fue un paraíso para mi padre llegar aquí como uno de los primeros, ni tampoco para mi generación, a los que, simplemente, nos tocó vivir en este lugar alejado de todo, entre montañas que son inmensos muros y un clima que te arrastra a quedarte aquí.
Existía sólo un equipo de radio para un área bastante extensa, la de mi padre. Los vecinos caminaban kilómetros para reunirse a escuchar el único medio que nos mantenía conectados. Muchos creían que habían pequeños hombrecitos dentro del aparato, tampoco sabían que mi padre la hacía funcionar con la batería de su camioneta. El viejo llegó de Chiloé, joven y pobre. Nunca se caracterizó por ser benevolente, ni risueño, había que trabajar la tierra, la educación era sólo para algunos, decía, además de enseñarnos a golpes que nuestro futuro estaba ahí, labrando y soportando el inclemente clima austral.


A fines del otoño, hacíamos una bola con el chuño que quedaba cuando se hacían los milcaos para todo el invierno. Todas las mañanas había que levantarse a ordeñar, se consumía la carne de los animales, no había nada de lo que hay ahora. Hoy esto parece un paraíso, todo lo venden, todo está ahí en el supermercado. También se podían pescar salmones de doce kilos o más, salmones de verdad, no como ahora, que están todos intervenidos y uno ya sabe dónde se pueden pescar, antes era a la suerte. Una vez saqué uno como de quince kilos, pero no me gusta contar esa historia porque nadie me la cree, sobre todo cuando digo que fue en una poza pequeña cerca del campo.

A veces tenía que viajar de Aysén a Mañihuales con la tropilla de animales. Mis otros hermanos no podían ir porque eran pequeños y mi hermano mayor debía quedar soportando al viejo. Iba solo con mi perro, mi rifle, mi poncho, mi caballo y caga'o de frío. Llevaba carne y la cocía bajo la montura, el sudor del caballo la salaba, y cuando caía la noche, paraba, hacía una fogata y dormía abrazado a mi perro para darme calor. Eran tres o cuatro días que se hacían eternos. Cuando venía a Coyhaique había que pasar por todas esas quebradas y farellones. Eran días interminables en los que sufría la dura soledad que te recuerda ese frío que te hace doler, que te recuerda de una cruel manera, que estás vivo, y ese viento de la Patagonia, el perpetuo silbido que te sigue como sombra y que te tira a veces para cualquier lado. Pero el silencio era un privilegio, hoy en día ya no tenemos un minuto de descanso auditivo, pero también el mutismo era terrible a la hora de la melancolía. El silencio juega malas pasadas.

En esta mesa del comedor, con la TV encendida, el buen vino y los platos con los restos de comida, miro a mi padre y trato de imaginarme todo eso, la vida de antes, ahora todo tan ajeno, pero tan cercano a la vez. Aunque haya nacido en un medio rural y lo haya dejado y viva aquí entre supermercados y bancos, nunca seré urbano, por más que me pueda mimetizar entre los ciudadanos. Saco un cigarro y lo prendo, tal cual como si corriera ese viento sureño, miro hacia la mesa, busco los ojos de mi padre, ya senil y enfermo, y lloro. Lloro porque a pesar de todo, lo logramos, no sé cómo, pero lo logramos, una extraña melancolía me hace sentir lástima por este hombre sentado junto a mí, que espera su muerte sin saber ya nada de nada.

En algún momento odié esa vida. Todo lo hice con rabia, la rabia me ha hecho ser esto que soy. Desde mi familia hasta mis profesores me condenaban al trabajo con la guadaña, con los animales, con madrugadas gélidas, el dolor en los huesos, el cansancio, sentirse esclavo, pero no de cualquiera, sino que de la vida. Esa vida que te hace llegar embarrado y sudado a casa y nadie te recibe de una manera confortable, porque todos andábamos en lo mismo, trabajando.

Pero acuérdate de lo bueno mejor, me digo a mí mismo para consolarme, y a pesar de lo cursi, logro verlo de otra forma que no sea ese largo respiro que tiene el exiliado cuando vuelve a su tierra, porque no todo es tan malo y, de veras, pudo ser peor. Esta casa ya no es la misma que entonces, la casa vieja se la llevó el río para una crecida en el sesenta. Ahí vi mucha gente pasar por el caudaloso río Aysén, pidiendo ayuda desde el techo de sus casas que llevaba el invierno y la crecida que no nos avisó. Recuerdo que gritaban y mi casa también se fue, se fueron animales y toda una vida de esfuerzo. No tuvimos tiempo para quejarnos, comenzamos a trabajar al tiro en la nueva casa, a pesar de que el campo estaba aislado del camino que conducía al pueblo, cruzábamos en bote y nos arreglamos como pudimos.

También recuerdo que llegaban las vecinas, comadres, compadres, primos y tíos que vivían a más de diez o veinte kilómetros, con escarcha, con sol, como fuera llegaban y se quedaban días, ayudaban a trabajar el campo y de noche se celebraba, y a mí me hacían bailar con esas viejas gordas grandes, esas viejas hediondas que más de alguna insinuación te hacen ya medias curadas. Yo tocaba el acordeón y el Marcos, mi hermano mayor, la guitarra. La pasábamos bien, se tomaba mucho y nos reíamos de los desafortunados que tenían que bailar con las viejas gordas, pero de repente queríamos que se fueran pronto todos los compadres. No podíamos estar eternamente sirviéndoles a ellos, teníamos que trabajar de madrugada, para después ir al colegio, luego volver a trabajar y acostarse cuando se acababa la luz. De noche yo leía, con velas, bajo las sábanas, para arrancar de todo eso. N o le hacía caso a lo que me decían con crueldad mis profesores, después de todo era el mejor alumno de mi clase, de esa escuelita que aún está a unos quinientos metros más cayéndose a pedazos y convertida hoy en una cárcel, de esas donde rehabilitan a los presos con trabajo.

La TV suena, mi papá la mira, pero sé que no entiende nada, estos tiempos no son de él, y eso, hasta su vejez se lo recuerda. La luz está prendida, si falta energía eléctrica todos buscamos culpables. Distinto era antaño, pienso en lo difícil que era la vida sin eso, tan básico. Parecía, que cuando no lo teníamos, no lo necesitábamos, ahora lo exigimos. O el agua potable, antes había que ir a buscarla al río, con suerte a alguna vertiente; el campo quedaba lejos del río y había que hacerlo simplemente. Antes no había más opciones, se hacían las cosas, era la única forma de mantenerse a flote. Los autos, por ejemplo, se hacían andar con una manija dispuesta en el capó y que si no lo hacías bien te podías volar las manos, ahora das contacto y ya, llegas a una esquina y te das cuenta que en realidad hay demasiados autos para ser una ciudad tan pequeña.
Hace años que no venía al campo a trabajar un poco, como para divertirme y salir de esa rutina, para aprovechar de ver a mi viejo, solo, que no se resigna a abandonar el campo, el campo que ahora se ve erosionado. Pese a que le han hecho ofertas, no lo quiere dejar, es un viejo porfiado y creo que ya sé a quién salí.




Y estos paisajes, camino Aysén, Carretera Austral, la humedad, los glaciares, la erosión, este edén al sur de todo. Lugares vírgenes antaño, hoy lleno de turistas que pagan una enorme cantidad de dinero para venir a verlos. Nosotros, los que vivimos en Coyhaique, gozamos de las bondades de ambas vidas en esta ciudad urbanorural. A pocos kilómetros se viven realidades distintas, conviven empresarios con gauchos, prostitutas con la mujer que descansa tras la cocina a leña mientras toma mate. Yo mismo, que vengo a este campo y soy otro.

Cuando tenía catorce años, más o menos, escuché que era costumbre de algunos ir a la esquila de ovejas, en la Patagonia Argentina. Había que viajar hasta Coyhaique primero e inscribirse en la pensión "América", ahí te encontrabas con gauchos de boina y cuchillo que no te mostraban ninguna cara de amabilidad, esos que andaban con el pucho colgando en la boca y que se les pegaba ese "qué sé yo" de los argentinos. Ellos estaban acostumbrados a ir, yo era un niño todavía. Fui solo, me arranqué del campo porque había escuchado a un vecino que pagaban bien. Sentí miedo, pero en lugares hostiles como la Patagonia no puedes darte el lujo de ser un miedoso, por eso siempre he sido solidario, para vencer el miedo, porque desde que lo conocí, está pegado a mi espalda como mi columna vertebral.
También había escuchado que si no le gustabas a algún viejo, te daba tu estocada y ya, y nadie decía nada. Qué pacos ni nada. Así que me quedé en silencio, mirando cómo miraban los viejos para tratar de saber cuál era el más malo. Pronto vi al gaucho más feo y canchero del lugar, grandote, y de su cinturón colgaba un cuchillo que, perfectamente, pudo haberle llegado a la rodilla. Intenté, hacerme amigo de él, como una forma de protegerme del resto, al principio me echó de su lado, pero después se acostumbró a que me convirtiera en una especie de sombra, nos hicimos amigos, me dijo que siempre venía para la temporada de la esquila, que notodos aguantaban, que él esquilaba más ovejas que cualquiera en la Patagonia. Tenía una extraña bondad a pesar de su soberbia.

Cuando tomábamos mate en la fogata, me contaba tantas historias y yo pensaba en mis libros, que el campo no lo es todo, y que él, un hombre del que ni siquiera recuerdo su nombre, me había enseñado más que mi padre.

Allá lo pasé más mal que en el campo, es verdad, pero con tal de no estar allá, con una madrastra que no quería cerca y que, con golpes sin motivo nos excluía a Marcos y a mí de esa familia de la cual se enorgullecía. Prefería estar allá en la esquila, jugándomelas por mí mismo. Nadie me golpeaba y de mi trabajo dependía mi comida. Pagaban por oveja y nos daban un galpón insalubre para dormir con los mismos cueros de las ovejas. Conocí hartos gauchos después de que me alié con Segundo (ahí recordé el nombre), el malo, me respetaban porque era el menor y andaba solo. Jugábamos truco cuando se podía, cuando había velas para iluminarnos, cuando había alcohol para curarnos y uno que otro se robaba un cordero, entonces hacíamos fuego y comíamos sólo carne, que cortábamos con el mismo cuchillo que ocupábamos para esquilar y comíamos a lo bestia.

Una noche, con el cansancio de un día entero de trabajo, donde hice más ovejas porque Segundo me había enseñado una técnica para demorar menos, llegué al galpón, cansado, con sueño, hediondo y con hambre. Me fui a dormir a mi puesto. Estaba quedándome dormido, con los músculos adoloridos y mi estómago sonando cuando me di cuenta que el lugar olía asqueroso, entre humedad y animal muerto. No sabía qué hacer, si seguir durmiendo y arreglarlo al amanecer, o buscar de adónde venía el olor. Cuando no soporté la asquerosa náusea que me provocó, me levanté con cautela porque todos estaban durmiendo, y comencé a olfatear buscando de dónde venía el olor. Como no tenía ninguna vela cerca, comencé a palpar el suelo. Hasta que levanté el cuero y pasé mi mano por debajo. Sentí una cosa pegajosa, eran gusanos, y de ahí venía la hediondez, olía a descomposición, así que en un ataque impulsivo, lancé el cuero lejos y me fui a dormir a otro lugar, a puro suelo. Ahí lloré porque estaba solo y porque había que ser hombre.
Mi padre nunca me felicitó por nada, nunca me dijo un "te quiero" o me saludó para fechas importantes. Para este viejo que tiene la mirada perdida ahora, nada de eso era importante. Fue un huaso bruto, para quien todos los días eran iguales y sólo había que trabajar. Nunca hablé con él de nada, ni menos un abrazo o un beso. "Eso es de maricones", decía.
En esta región, ya el duro invierno no parece tan duro. Tanto pionero valiente que apostó por esta tierra. Mucha gente que sigue viviendo como yo vivía en los cincuenta y me los pillo en el supermercado cada sábado por la mañana buscando lo necesario para mantenerse, porque ya no hay que trabajar tanto. Ya no es como antes, antes no había supermercados y si los había, no eran accesibles para todos. Mi campo, de sudor, hacha, guadaña, golpes, celebraciones y paisajes ya no están sino en todos los fantasmas que habitan en las ruinas de este campo. Mi padre sigue viviendo aquí, con radio, televisión, teléfono y un camino que lo deja en diez minutos en Aysén. Mi padre ya ni siquiera recuerda de todo el daño que uno hizo, de ese amor a escopetazos que nos obligó a tenerle a él y al trabajo. Mis hijos no saben nada de esto. Cuando ellos llegaron, estaba todo listo, porque hubo gente que creyó en la Patagonia y otros, como yo, que se tuvo que ir para volver. Mis hijos no saben nada de esto, porque sólo lo recuerdo, de la infancia no se habla.
— ¿Seguro que va a estar, papá? —le pregunto casi gritando al viejo, que ya está sordo, antes de tomar las llaves del auto para irme.




— Sí, sí, ándate no más, —me responde con ese rostro perdido, mientras toma mate y me hace un gesto con la mano para que me vaya.

— Cualquier cosa me llama, —le grito para que me escuche. Asiente con la cabeza, como sin darme importancia. Entonces me acerco y le doy un abrazo, él me aleja de su cuerpo. Entonces me doy cuenta que en esta región de mierda el frío no congela, duele.




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